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DAMASCO (AFP). En marzo de 2011 comenzaron unas protestas sin precedentes en Siria contra la dictadura de Bachar al Asad (sunita, grupo minoritario de extracción chiita), que sucedió a su padre, Hafez.
El régimen denunció una “rebelión armada de grupos salafistas” y nace en Turquía el Ejército Sirio Libre (ESL) compuesto por civiles y militares desertores que se unieron a la rebelión. Se sumaron grupos islamistas.
En 2012, el ejército gubernamental realizó operaciones sangrientas contra inmensas manifestaciones que pedían la caída de Asad, en el gobierno desde el año 2000.
Desde abril de 2013, el líder del movimiento islamista libanés Hezbolá (chiita) envió miles de combatientes para ayudar a las tropas sirias, mientras que el Irán chiita se convirtió en el mayor aliado de Al Asad.
Ataques químicos
Un ataque con gas sarín contra dos zonas controladas por los rebeldes cerca de Damasco dejó cientos de muertos, en 2013. EE.UU., que lucha contra el régimen, calculó que murieron 1.429 personas y acusó al gobierno de Asad. En abril de 2017, otro ataque con gas sarín dejó más de 80 muertos, lo que llevó a Washington a bombardear una base aérea siria.
Auge yihadista
En 2014, la hostilidad de Estado Islámico permitió a Damasco consolidar su discurso sobre la “lucha contra el terrorismo”. Una coalición internacional dirigida por EE.UU. lanzó, después de Irak, sus primeros bombardeos contra el EI en Siria.
En 2015, Rusia emprendió una campaña de bombardeos para apoyar a las tropas progubernamentales, en dificultades frente a los yihadistas.
El posconflicto
En enero de 2017, Rusia, Irán y Turquía organizaron en Astaná (Kazajistán), sin Washington, diálogos entre del régimen y una delegación rebelde. El proceso de Astaná desembocó en un acuerdo para la puesta en marcha de cuatro “zonas de distensión”, si bien los combates no cesaron completamente. Desde entonces, Moscú y otras potencias intenta encontrar una solución política para el conflicto que lleva ya más de 6 años.