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Naruhito había sido oficialmente el emperador desde el primer minuto del día, pero el proceso se formalizó al heredar los objetos sagrados que confieren legitimidad al monarca japonés.
El nuevo emperador llegó a la ceremonia vistiendo un traje de corte occidental y una gruesa cadena de oro, acompañado por integrantes masculinos de su familia, incluyendo su hermano, el príncipe Fumihito Akishino.
En su primer discurso a la nación, Naruhito juró “actuar de acuerdo con la Constitución... y orientar siempre mis pensamientos hacia el pueblo, y estar junto a él”.
Solamente el 22 de octubre Naruhito y la emperatriz aparecerán vestidos con los elaborados ropajes tradicionales japoneses para una ceremonia en el Palacio.
La figura del emperador de Japón se ha venido forjando hace siglos, pero en la historia más reciente ha reafirmado su carácter de símbolo y de unidad del Estado, con funciones políticas casi nulas.
Naruhito recibirá el saludo de los primeros jefes de Estado extranjeros a fines este mayo, incluyendo al presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Educado en Oxford, Naruhito tiene por delante la difícil tarea de continuar el legado de su padre y al mismo tiempo aproximar la corona japonesa a la población, sin renunciar a las centenarias tradiciones ligadas al Trono del Crisantemo.
Naruhito y Masako tienen una hija, Aiko, de 17 años, quien no podrá heredar el trono por ser mujer.
Naruhito, en tanto, ascendió al trono en circunstancias muy diferentes a las que existían cuando su padre se tornó emperador, en 1989.
En esos años, Japón era una de las máximas potencias económicas del mundo, y su poderío tecnológico era la envidia de cada nación industrializada del mundo, con una bolsa de valores que exhibía resultados difíciles de igualar.
Pero luego de una “década perdida” después del estallido de esa burbuja, Japón aún está empantanado en una lucha contra la deflación y un tímido crecimiento, al tiempo que su población exhibe un elevado promedio de edad.