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A raíz de esta historia nació el supuesto rito de palpar los atributos masculinos del Papa electo para evitar que otra mujer ocupase el trono de Pedro.
Según ese mito, obviamente no confirmado por el Vaticano, se pedía al Papa electo que se sentara en una silla perforada, para permitir que un eclesiástico verificara manualmente su virilidad antes de proclamar: "Duos habet et bene pendentes (Tiene dos y bien colgantes)".
Recién a partir de ese momento, el camarlengo podía exclamar el famoso "¡Habemus Papam!".
El origen de esta leyenda, según algunos estudiosos, se remonta a fines del siglo X, pero otros sitúan el papado de Juana hasta dos siglos y medio antes, después de la muerte de León IV, coincidiendo con una época de crisis y confusión en la diócesis de Roma, cuyos fieles elegían al Papa.
La forma de votación y el poder de las grandes familias romanas favorecía de hecho la corrupción en la elección del Papa.
Mito o realidad, la historia del papado de Juana se habría visto favorecida por esta situación. Una de las múltiples versiones que han llegado hasta nuestros días atribuyen también la coronación de una mujer a la debilidad de las familias romanas, que no lograron imponer a ninguno de sus candidatos.
Según algunos relatos, Juana habría sido una joven oriental, tal vez de Constantinopla, que se hizo pasar por un hombre para sortear la prohibición de estudiar que pesaba sobre las mujeres y adquirió una sólida formación teológica y filosófica.
Al llegar a Roma tras una larga peregrinación, se presentó como un monje y sorprendió con su erudición a los doctores de la Iglesia, quienes, tal vez a la muerte de León IV, la ayudaron a llegar al Papado, oficialmente como Juan VIII.
Aventurera sin duda y probablemente no demasiado piadosa, Juana no tardó en convertirse en amante de un oficial de la guardia vaticana con lo que, un año después de su elección, descubrió que iba a ser madre.
Ocultar el embarazo quizá no fuera demasiado difícil, dadas las holgadas vestiduras papales, pero la tragedia ocurrió cuando la papisa, ya en el fin de su periodo de gestación, sintió dolores de parto cuando estaba presidiendo una procesión.
Las versiones también varían en este punto, pero todas coinciden en que la muchedumbre reaccionó con indignación al considerar que se había profanado el trono de Pedro y la apedreó hasta matarla.
Según una versión aun más irreverente, Juana habría muerto en medio de terribles dolores de parto, mientras los cardenales se arrodillaban clamando: "¡milagro!, ¡milagro!".
La insólita historia fue publicada por primera vez en el siglo XIII por el escritor religioso Esteban de Borbón y repetida durante varios siglos por autores de varios países europeos que la dieron por cierta.
Hoy se cree que lo más probable es que el mito haya nacido en Constantinopla, alimentado por el odio a Roma de la Iglesia ortodoxa.
El teólogo calvinista David Blondel y el filósofo alemán Wilhelm Leibnitz, además de los enciclopedistas franceses, tildaron de falsa esta historia, pero en 1886 fue difundida nuevamente por el escritor griego Emmanuel Royidios en su novela "La papisa Juana", traducida al inglés en 1939 por el escritor Lawrence Durrell.
Según ese mito, obviamente no confirmado por el Vaticano, se pedía al Papa electo que se sentara en una silla perforada, para permitir que un eclesiástico verificara manualmente su virilidad antes de proclamar: "Duos habet et bene pendentes (Tiene dos y bien colgantes)".
Recién a partir de ese momento, el camarlengo podía exclamar el famoso "¡Habemus Papam!".
El origen de esta leyenda, según algunos estudiosos, se remonta a fines del siglo X, pero otros sitúan el papado de Juana hasta dos siglos y medio antes, después de la muerte de León IV, coincidiendo con una época de crisis y confusión en la diócesis de Roma, cuyos fieles elegían al Papa.
La forma de votación y el poder de las grandes familias romanas favorecía de hecho la corrupción en la elección del Papa.
Mito o realidad, la historia del papado de Juana se habría visto favorecida por esta situación. Una de las múltiples versiones que han llegado hasta nuestros días atribuyen también la coronación de una mujer a la debilidad de las familias romanas, que no lograron imponer a ninguno de sus candidatos.
Según algunos relatos, Juana habría sido una joven oriental, tal vez de Constantinopla, que se hizo pasar por un hombre para sortear la prohibición de estudiar que pesaba sobre las mujeres y adquirió una sólida formación teológica y filosófica.
Al llegar a Roma tras una larga peregrinación, se presentó como un monje y sorprendió con su erudición a los doctores de la Iglesia, quienes, tal vez a la muerte de León IV, la ayudaron a llegar al Papado, oficialmente como Juan VIII.
Aventurera sin duda y probablemente no demasiado piadosa, Juana no tardó en convertirse en amante de un oficial de la guardia vaticana con lo que, un año después de su elección, descubrió que iba a ser madre.
Ocultar el embarazo quizá no fuera demasiado difícil, dadas las holgadas vestiduras papales, pero la tragedia ocurrió cuando la papisa, ya en el fin de su periodo de gestación, sintió dolores de parto cuando estaba presidiendo una procesión.
Las versiones también varían en este punto, pero todas coinciden en que la muchedumbre reaccionó con indignación al considerar que se había profanado el trono de Pedro y la apedreó hasta matarla.
Según una versión aun más irreverente, Juana habría muerto en medio de terribles dolores de parto, mientras los cardenales se arrodillaban clamando: "¡milagro!, ¡milagro!".
La insólita historia fue publicada por primera vez en el siglo XIII por el escritor religioso Esteban de Borbón y repetida durante varios siglos por autores de varios países europeos que la dieron por cierta.
Hoy se cree que lo más probable es que el mito haya nacido en Constantinopla, alimentado por el odio a Roma de la Iglesia ortodoxa.
El teólogo calvinista David Blondel y el filósofo alemán Wilhelm Leibnitz, además de los enciclopedistas franceses, tildaron de falsa esta historia, pero en 1886 fue difundida nuevamente por el escritor griego Emmanuel Royidios en su novela "La papisa Juana", traducida al inglés en 1939 por el escritor Lawrence Durrell.