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Imaginen a Aristóteles contemplando el estado de la democracia en nuestras sociedades. ¿Cuál habría sido su impresión?
Esta es la metáfora utilizada por Boron en “Aristóteles en Macondo: notas sobre el fetichismo democrático en América Latina”, un libro de difusión política de estilo claro y sencillo, especial para los neófitos en la materia.
Como primer paso, el autor retoma la distinción hecha por el filósofo griego entre esencia y apariencia. Esto con el fin de mostrar que el sufragio (apariencia) no es una garantía suficiente para sostener que hay tal o cual democracia (esencia).
Las costosas campañas y sus oscuras fuentes de financiación, las donaciones extorsivas de los cabilderos, los narcodólares, los subsidios que privilegian a unos partidos a expensas de otros, la prebenda, la compra de votos, el fraude y los órganos de control partidizados, terminan torciendo las elecciones siempre a favor del dinero.
“Estos regímenes que ustedes con mucha ligereza denominan ‘democracias latinoamericanas’, en rigor de verdad, son oligarquías o plutocracias, es decir, gobiernos de minorías en provecho de ellas mismas (…) que, de ninguna manera, llegaron a instituir, más allá de sus apariencias y rasgos más formales, un régimen genuinamente democrático”, sentencia Boron a través del ficcionalizado discurso del estagirita.
A partir de la puesta en relieve de que el capitalismo se impone y devora al “demos”, el autor subvierte el engañoso eufemismo de democracia capitalista hasta definir el actual orden más bien como un capitalismo democrático. Es decir, un régimen en el que lo fundamental es el capitalismo y la democracia se reduce a un aderezo desechable si, llegado el caso, esta llegara a interponerse a la realización de los designios de aquel.
“Con la expresión capitalismo democrático, lo que se está diciendo es que en estos regímenes políticos lo esencial es el capitalismo (y sus privilegiados actores: las grandes empresas y sus intereses), y que el componente democrático –expresado en el imperio de la soberanía popular y la plena expansión de la ciudadanía– constituye un elemento secundario subordinado a las necesidades de preservar y reproducir la supremacía del capital. La frase ‘democracia capitalista’, en cambio, paga tributo al fetichismo democrático al sugerir, mañosamente, que en esta clase de régimen lo esencial y sustantivo es la soberanía popular –expresada mediante el sufragio universal– y que el capitalismo sería tan solo un simple aditamento que matiza el funcionamiento de un régimen político basado en el predominio de los intereses del demos”.
La obra subraya además el profundo conflicto que se verifica entre capitalismo y democracia: “La sociedad capitalista impone límites insuperables a la construcción de un orden político genuinamente democrático. Esto es así debido a que ella se constituye a partir de una escisión insuperable, e insanablemente incompatible con la democracia, entre vendedores y compradores de fuerza de trabajo, lo que coloca a los primeros en una situación de subordinación estructural que corroe inexorablemente cualquier tentativa de erigir un régimen democrático”.
En definitiva, en las llamadas democracias occidentales el capitalismo se constituyó en lo esencial y la democracia quedó restringida a una escuálida apariencia. Esto se corrobora persistentemente en el hecho de que las políticas económicas que dictan los principales organismos del capitalismo mundial se fundamenten en la privación y el retroceso de los derechos ciudadanos a fin de privilegiar a los agentes del capital financiero. Por ello, tal como afirma Boron, “más democracia implica, necesariamente, menos capitalismo”.
plopez@abc.com.py