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La recuperación del centro histórico de Asunción es una empresa prioritaria para las autoridades municipales capitalinas y valiosa para los propietarios y comerciantes que todavía lo ocupan. De ella depende no solamente que la zona que contiene la verdadera identidad de la ciudad se conserve para el futuro, sino de que no se pierda un espacio urbano tradicionalmente identificado con la actividad económica, comercial, política y las muy diversas del ámbito artístico, intelectual y de sociabilidad comunitaria.
Las obras de ensanchamiento de la calle Palma iniciadas bajo la anterior administración comunal demostraron ser un acierto. Hay que atribuirlo tanto a la gestión municipal como al empeño de propietarios y empresarios que contribuyen al esfuerzo con dinero y propuestas inteligentes. Pero su éxito está en constante riesgo de frustrarse por causa de los mismos males sociales que sumieron al centro histórico en la decadencia y el abandono: la invasión de vendedores fijos o ambulantes informales y de marginales de todo tipo, que concurren libremente a esos lugares, se apoderan de ellos y expulsan silenciosamente a la gente a la que se quiere atraer.
Al caer la tarde y en los días de fin de semana es cuando se nota más agresivamente la presencia de los invasores. Exponen libre y abiertamente, sobre los bancos recién instalados, en los canteros, en la vereda y hasta extendidas en la calzada, sus mercaderías, muchas de ellas robadas de los contenedores portuarios, traficadas en contrabando o en infracción de otras normas. Por la noche, prostitutas y travestis se acomodan donde les place, haciendo imposible la convivencia con quienes gustan disfrutar del simple placer del paseo con la familia, de la distracción de mirar vidrieras comerciales o de sentarse en el bulevar a disfrutar del ambiente.
Hasta ahora han fracasado todas las medidas proyectadas o asumidas por las autoridades municipales asuncenas por reubicar a los vendedores informales y a los travestis; estos se niegan a someterse a ninguna restricción y se adjudican a sí mismos el privilegio de ejercer lo que llaman ‘‘sus derechos’’ a costa del de todos los demás. La Municipalidad carece de fuerza para imponerse, a la Policía el problema no le importa y no lo considera de su incumbencia, mientras que las demás autoridades nacionales se desentienden olímpicamente de la cuestión. Entretanto, la ciudadanía se harta y se abandona a la resignación de verse avasallada por cualquiera y no ser defendida por nadie.
En medio de todo, felizmente, todavía hay quienes se empeñan en no darse por vencidos, gracias a cuya determinación se van logrando lentamente los avances señalados anteriormente. Solamente falta que la autoridad comunal capitalina conmine a los informales y marginales a mantenerse alejados de los sitios que se intenta recuperar para uso y goce públicos, y que, en caso de resistencia, utilice los medios de coacción que la ley le concede precisamente para eso, para defender el interés general frente a las pretensiones abusivas de los individuos.
Administraciones comunales anteriores ya probaron el recurso de la negociación pacífica y tolerante, pero fracasaron ostensiblemente. Es el momento de poner orden en la forma más concertada posible, pero también más enérgica y decidida, sin concesiones populistas, sin falso sentido de la caridad, con la personalidad y la habilidad que se espera que la autoridad posea para resolver los conflictos a favor de la mayoría y del interés general.
Las obras de ensanchamiento de la calle Palma iniciadas bajo la anterior administración comunal demostraron ser un acierto. Hay que atribuirlo tanto a la gestión municipal como al empeño de propietarios y empresarios que contribuyen al esfuerzo con dinero y propuestas inteligentes. Pero su éxito está en constante riesgo de frustrarse por causa de los mismos males sociales que sumieron al centro histórico en la decadencia y el abandono: la invasión de vendedores fijos o ambulantes informales y de marginales de todo tipo, que concurren libremente a esos lugares, se apoderan de ellos y expulsan silenciosamente a la gente a la que se quiere atraer.
Al caer la tarde y en los días de fin de semana es cuando se nota más agresivamente la presencia de los invasores. Exponen libre y abiertamente, sobre los bancos recién instalados, en los canteros, en la vereda y hasta extendidas en la calzada, sus mercaderías, muchas de ellas robadas de los contenedores portuarios, traficadas en contrabando o en infracción de otras normas. Por la noche, prostitutas y travestis se acomodan donde les place, haciendo imposible la convivencia con quienes gustan disfrutar del simple placer del paseo con la familia, de la distracción de mirar vidrieras comerciales o de sentarse en el bulevar a disfrutar del ambiente.
Hasta ahora han fracasado todas las medidas proyectadas o asumidas por las autoridades municipales asuncenas por reubicar a los vendedores informales y a los travestis; estos se niegan a someterse a ninguna restricción y se adjudican a sí mismos el privilegio de ejercer lo que llaman ‘‘sus derechos’’ a costa del de todos los demás. La Municipalidad carece de fuerza para imponerse, a la Policía el problema no le importa y no lo considera de su incumbencia, mientras que las demás autoridades nacionales se desentienden olímpicamente de la cuestión. Entretanto, la ciudadanía se harta y se abandona a la resignación de verse avasallada por cualquiera y no ser defendida por nadie.
En medio de todo, felizmente, todavía hay quienes se empeñan en no darse por vencidos, gracias a cuya determinación se van logrando lentamente los avances señalados anteriormente. Solamente falta que la autoridad comunal capitalina conmine a los informales y marginales a mantenerse alejados de los sitios que se intenta recuperar para uso y goce públicos, y que, en caso de resistencia, utilice los medios de coacción que la ley le concede precisamente para eso, para defender el interés general frente a las pretensiones abusivas de los individuos.
Administraciones comunales anteriores ya probaron el recurso de la negociación pacífica y tolerante, pero fracasaron ostensiblemente. Es el momento de poner orden en la forma más concertada posible, pero también más enérgica y decidida, sin concesiones populistas, sin falso sentido de la caridad, con la personalidad y la habilidad que se espera que la autoridad posea para resolver los conflictos a favor de la mayoría y del interés general.