Poner en vigencia las enseñanzas de Jesús

La Cristiandad celebra hoy el nacimiento del Hijo de Dios, que se encarnó para redimirnos de nuestros pecados y terminó crucificado porque la muchedumbre prefirió perdonar a un ladrón antes que a él. Los valores predicados por el Salvador son en sí mismos favorables a la convivencia social, en la medida en que fomentan la concordia y la honradez. El problema es que muchas veces no tienen vigencia en la realidad, pues se los proclama de labios para fuera, sin que se reflejen en la conducta diaria, ni de gobernantes ni de gobernados. De hecho, quien se vale de un cargo público para enriquecerse nada tiene de cristiano, ya que su conducta inmoral e ilícita causa un severo perjuicio a sus semejantes. Quien roba al erario roba a los contribuyentes. La víctima no es tanto esa persona jurídica llamada Estado, sino esa persona física multitudinaria llamada Juan Pueblo. El Paraguay no cambiará mientras los valores propugnados por el cristianismo sigan brillando por su ausencia. Si ellos rigieran las conductas individuales, nuestro país sería redimido de la violencia, de la injusticia y de la indiferencia hacia los necesitados.

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La Cristiandad celebra hoy, una vez más, el nacimiento del Hijo de Dios, que se encarnó para redimirnos de nuestros pecados y terminó crucificado porque la muchedumbre prefirió perdonar a un ladrón antes que a él. Al decir su famosa frase, que había que dar al César lo que era del César, admitió el poder temporal de los hombres, lo mismo que cuando dijo que su reino no era de este mundo. Predicó el amor al prójimo, repudió la violencia y distinguió lo espiritual de lo terrenal, sentando un principio que la civilización occidental ha hecho suyo, al separar la política de la religión y consagrar la libertad de cultos. Resulta que los valores predicados por el Salvador son en sí mismos favorables a la convivencia social, en la medida en que fomentan la concordia y la honradez. El problema es que muchas veces no tienen vigencia en la realidad, pues se los proclama de labios para fuera, sin que se reflejen en la conducta diaria, ni de gobernantes ni de gobernados.

De hecho, quien se vale de un cargo público para enriquecerse nada tiene de cristiano, ya que su conducta inmoral e ilícita causa un severo perjuicio a sus semejantes. Quien roba al erario, roba a los contribuyentes, directos o indirectos, y a la vez impide que la educación y la salud públicas, entre otros importantes servicios, sean bien atendidas. La víctima no es tanto esa persona jurídica llamada Estado, sino esa persona física multitudinaria llamada Juan Pueblo. Por su parte, el ciudadano que soborna a un funcionario para lograr una ventaja indebida es un delincuente, tanto como aquel que, en vez de denunciarlo, acepta el soborno.

Es una paradoja que tengamos tantos gobernantes que se declaran cristianos, pero que deba recordárseles con frecuencia que el cristianismo no apaña la impunidad de la que hoy gozan tantos sinvergüenzas.

Los funcionarios, los fiscales y los jueces venales deben ser expulsados de sus cargos, tal como Jesús expulsó a los mercaderes que profanaban el Templo. Más aún, deben ir a la cárcel, lo mismo que quienes malversaron fondos públicos después de haber jurado ejercer un cargo electivo con fidelidad y patriotismo, poniendo a Dios como testigo. Un verdadero cristiano debe abstenerse de “tomar su santo nombre en vano” y debe respetar no solo la ley divina, sino también la humana.

En el preámbulo de la nuestra Constitución, el pueblo paraguayo invoca a Dios, por medio de sus legítimos representantes. Esa invocación implica la creencia en un Ser Supremo que castigará a los malos y premiará a los justos en el más allá. Algo similar cabe hacer en la tierra, simplemente aplicando por igual las normativas en vigor, para aplacar el “hambre y sed de justicia”, que no es de venganza, de quienes sufren los perjuicios de la corrupción rampante.

La vida, la libertad y los bienes de las personas deben ser protegidos de los malvivientes y, en particular, del crimen organizado, cuyos tentáculos se extienden al aparato estatal. Los obispos paraguayos, que siempre han condenado la impunidad, han venido llamando la atención sobre el auge del narcotráfico, entre cuyas víctimas recordamos a nuestro corresponsal Pablo Medina y a su acompañante, Antonia Almada. Quienes se dedican a esta actividad delictiva deben ser combatidos con toda la fuerza de la ley, lo mismo que la banda criminal que mantiene secuestrados a Edelio Morínigo y a Abrahán Fehr Banmam sin importarle en absoluto el dolor y la angustia que les causa a ellos y a sus familiares. El mensaje de paz del Mesías es desoído no solo por estos grupos delincuenciales, sino también por quienes practican la violencia doméstica o cometen asaltos, sea o no bajo el influjo de las drogas.

Las autoridades tienen la obligación de prevenir y de reprimir el uso ilegítimo de la fuerza; los particulares, la de colaborar en su investigación, resistiendo siempre la tentación de hacer justicia por sí mismos. Los débiles deben ser protegidos por el Estado, y los afligidos, contar con la solidaridad de sus semejantes: la caridad cristiana exige que la colectividad nacional preste el auxilio que hoy requieren decenas de miles de compatriotas damnificados, expulsados de sus hogares por las aguas del río Paraguay y de sus afluentes. Debemos hacerles sentir que no están solos.

La Navidad es ocasión propicia para meditar acerca del mensaje de paz, justicia y solidaridad que trajo Jesús y hacer un sincero examen de conciencia que revele en qué medida aplicamos sus luminosas enseñanzas en nuestra vida diaria. Seamos sinceros con nosotros mismos y, a la vez, exijamos sinceridad a quienes se dicen cristianos.

El Paraguay no cambiará mientras los valores propugnados por el cristianismo sigan brillando por su ausencia. Si ellos rigieran las conductas individuales, nuestro país sería redimido de la violencia, de la injusticia y de la indiferencia hacia los necesitados.

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