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La Corte Suprema de Justicia, en la que solamente uno de sus nueve integrantes proviene de la que se estableció en 1995, ha efectuado varios nombramientos.
Este hecho, en principio normal, no tendría mayor significación de no ser que los nombramientos que se han hecho referentes a los colaboradores cercanos de algunos ministros han recaído en parientes de estos. Así, por ejemplo, los ministros Raúl Torres Kirmser y Oscar Bajac tendrán cada uno como relator a sus respectivos hijos, el ministro Sindulfo Blanco contará con la asistencia de dos de sus hijos y el ministro Víctor Núñez -quien lleva ya algo más de tiempo en la Corte que los anteriormente nombrados- seguirá contando con dos hijas en el Poder Judicial, una ya es relatora y la otra, empleada, se ha visto ahora favorecida con un aumento de remuneración.
Los ministros de la Corte tienen el más perfecto derecho a nombrar como colaboradores cercanos a personas de su mayor confianza, entre las cuales, naturalmente, figuran sus hijos.
Es también el caso, sin embargo, que la confianza no es el único requisito.
También es absolutamente necesario que las personas nombradas posean la idoneidad que sus cargos exigen, y la idoneidad -debemos recordar- presenta dos aspectos: por una parte, debería significar inteligencia, conocimientos teóricos y experiencia laboral, y por otra, las cualidades morales -laboriosidad, integridad, prudencia, respeto- indispensables en toda relación personal y en particular en las que se refieren a empleos de confianza en la función pública.
Querría suponerse que los nombramientos que se han hecho en la Corte Suprema sean todos correctos en cuanto a la idoneidad de los designados o ascendidos, pero de hecho, aunque no imposible, no es muy probable que todos los nombrados sean suficientemente idóneos. Por lo demás, aun cuando se estuviera frente a designaciones impecablemente acertadas, nombramientos de este tipo, según sea quien los mira, siempre huelen en algo o en mucho a nepotismo, y este es un vicio en cualquier parte que aparezca, incluso en el Vaticano, donde parece que se originó la palabra expresada para aludir a la desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las gracias o empleos públicos.
Este tipo de nombramientos abiertos a suspicacia en el más alto organismo judicial no es en modo alguno conveniente.
Si la Corte da el ejemplo, por qué no lo seguirían otros organismos judiciales y, con aun más facilidad, las instituciones estatales en las que la política -ni qué decir la politiquería- hasta tiene reconocida por casi todo el mundo una especie de "licencia" para incurrir en cierta cantidad de pecadillos; una licencia, por lo demás, que en el país suele tener, lamentablemente, mucho mayor amplitud que en otras naciones.
La designación inmerecida no honra a quien la ha obtenido y, por lo demás, pocas veces sirve de punto inicial de una carrera interesante. Quien suceda al que hizo el nombramiento impropio suele hacer desaparecer en segundos a los que el anterior nombró.
Las leyes nacionales, desde la Constitución hasta los últimos reglamentos, suelen sugerir -si es que no lo dicen expresamente- que la función pública es para gente capaz y con espíritu de servicio. Pero de las palabras de la ley a lo que sucede en la práctica hay ya una diferencia muy grande y que cada día se está agrandando más tanto por aquello de ayudar a parientes y amigos como por el fuerte vicio del clientelismo político.
Es necesario reaccionar contra estas modalidades perjudiciales para la moral pública y para la moral particular de las personas involucradas en ellas. Debe el país ponerse al lado de sus leyes, de lo que ellas mandan. Por lo común no son malas: dicen muy bien lo que debe ser, pero no se les hace caso. Con semejantes actitudes se ha creado una severa amenaza sobre el civismo e incluso sobre el porvenir de la nación.
Este hecho, en principio normal, no tendría mayor significación de no ser que los nombramientos que se han hecho referentes a los colaboradores cercanos de algunos ministros han recaído en parientes de estos. Así, por ejemplo, los ministros Raúl Torres Kirmser y Oscar Bajac tendrán cada uno como relator a sus respectivos hijos, el ministro Sindulfo Blanco contará con la asistencia de dos de sus hijos y el ministro Víctor Núñez -quien lleva ya algo más de tiempo en la Corte que los anteriormente nombrados- seguirá contando con dos hijas en el Poder Judicial, una ya es relatora y la otra, empleada, se ha visto ahora favorecida con un aumento de remuneración.
Los ministros de la Corte tienen el más perfecto derecho a nombrar como colaboradores cercanos a personas de su mayor confianza, entre las cuales, naturalmente, figuran sus hijos.
Es también el caso, sin embargo, que la confianza no es el único requisito.
También es absolutamente necesario que las personas nombradas posean la idoneidad que sus cargos exigen, y la idoneidad -debemos recordar- presenta dos aspectos: por una parte, debería significar inteligencia, conocimientos teóricos y experiencia laboral, y por otra, las cualidades morales -laboriosidad, integridad, prudencia, respeto- indispensables en toda relación personal y en particular en las que se refieren a empleos de confianza en la función pública.
Querría suponerse que los nombramientos que se han hecho en la Corte Suprema sean todos correctos en cuanto a la idoneidad de los designados o ascendidos, pero de hecho, aunque no imposible, no es muy probable que todos los nombrados sean suficientemente idóneos. Por lo demás, aun cuando se estuviera frente a designaciones impecablemente acertadas, nombramientos de este tipo, según sea quien los mira, siempre huelen en algo o en mucho a nepotismo, y este es un vicio en cualquier parte que aparezca, incluso en el Vaticano, donde parece que se originó la palabra expresada para aludir a la desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las gracias o empleos públicos.
Este tipo de nombramientos abiertos a suspicacia en el más alto organismo judicial no es en modo alguno conveniente.
Si la Corte da el ejemplo, por qué no lo seguirían otros organismos judiciales y, con aun más facilidad, las instituciones estatales en las que la política -ni qué decir la politiquería- hasta tiene reconocida por casi todo el mundo una especie de "licencia" para incurrir en cierta cantidad de pecadillos; una licencia, por lo demás, que en el país suele tener, lamentablemente, mucho mayor amplitud que en otras naciones.
La designación inmerecida no honra a quien la ha obtenido y, por lo demás, pocas veces sirve de punto inicial de una carrera interesante. Quien suceda al que hizo el nombramiento impropio suele hacer desaparecer en segundos a los que el anterior nombró.
Las leyes nacionales, desde la Constitución hasta los últimos reglamentos, suelen sugerir -si es que no lo dicen expresamente- que la función pública es para gente capaz y con espíritu de servicio. Pero de las palabras de la ley a lo que sucede en la práctica hay ya una diferencia muy grande y que cada día se está agrandando más tanto por aquello de ayudar a parientes y amigos como por el fuerte vicio del clientelismo político.
Es necesario reaccionar contra estas modalidades perjudiciales para la moral pública y para la moral particular de las personas involucradas en ellas. Debe el país ponerse al lado de sus leyes, de lo que ellas mandan. Por lo común no son malas: dicen muy bien lo que debe ser, pero no se les hace caso. Con semejantes actitudes se ha creado una severa amenaza sobre el civismo e incluso sobre el porvenir de la nación.