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Se entiende perfectamente bien que los grupos mafiosos organizados para manejar los negociados entre funcionarios y funcionarios, entre empresarios y funcionarios, y entre políticos, empresarios y funcionarios del Estado, continúen intactos en su operatividad. Muchos de los viejos corruptos de la era de Stroessner ya se retiraron o fallecieron, pero fueron inmediatamente suplantados por sus herederos y legatarios, fenómeno que vale por sí solo para demostrar que los negocios corruptos continúan siendo los que más cuantiosa y rápidamente reditúan en nuestro país.
Las roscas mafiosas vinculadas a la administración pública se mantienen firmes, lo que es comprensible porque tuvieron en sus manos el poder político, o la estrecha cercanía con él, durante los últimos 60 años de la historia del Paraguay, décadas en las que fueron perfeccionándose para funcionar como un reloj suizo.
Es difícil determinar en detalle cuáles son los eslabones pequeños de la cadena viciosa que forma la rosca alrededor de las empresas estatales, sucesivamente manejadas en forma inescrupulosa por administradores políticos o al servicio de los políticos. Allí están las entidades binacionales Itaipú y Yacyretá, INC, Petropar, Capasa, Acepar, Antelco-Copaco, Corposana-Essap, IBR-Indert, además de las administraciones de Aduanas en puertos y aeropuertos, de los ministerios que reparten bienes de consumo tales como combustible, kits escolares, libros de texto, semillas, agroquímicos, medicamentos, etc., etc.
En todos y en cada uno de los organismos del Estado donde la administración está a cargo de funcionarios políticos, o de técnicos que responden directamente a ciertos legisladores, dirigentes, caudillos locales, etc., están las roscas agazapadas atentas para negociar e intermediar en las importaciones, las compras y concursos de precio, en los contratos, en las licitaciones, en las subastas públicas, en las colocaciones de recomendados y “maletineros”, y en toda operación que importe la posibilidad de efectuar sobrefacturaciones, cobro de comisiones, “premios” y la conformación de pequeños monopolios privilegiados en las operaciones de compraventa y locación de bienes y servicios.
En la antigüedad y el fortalecimiento que a estas organizaciones les da la experiencia, tal vez esté el motivo por el cual hasta ahora las personas del “nuevo rumbo” no hayan logrado desmantelar esas roscas. También puede estar sucediendo que algunos de los flamantes funcionarios, a cuyos cargos quedó la lucha contra los corruptos, todavía no posean los secretos de los vicios que tienen que erradicar y la práctica de combatir a los viciosos.
Es posible, asimismo, que a algunos de ellos no les importe o, peor, porque a pesar de pertenecer al “nuevo rumbo” desertaron silenciosamente y se convirtieron en un eslabón más del viejo rumbo.
“¿Qué hacer, entonces?”, se preguntará más de uno. El sentido común –que en nuestro país pocas veces coincide con el sentido político– indica que se debería remplazar a todos los directores de todas las dependencias y empresas públicas que demuestren no poseer la voluntad de combatir y derrotar a los corruptos dentro del ámbito bajo su responsabilidad. “Imposible”, se nos dirá. “Se paralizará el Estado”, argüirán otros.
¿Y si se los deja operando en el mismo esquema de venalidad, qué sucederá? ¿Queremos, tal vez, que el Estado continúe manejado por esos administradores? Esto significaría que estamos de acuerdo con que nuestro país prosiga el torneo de la Historia económica, social y política jugando sin arquero y sin defensa, siendo diariamente goleado por cada uno de los superentrenados equipos mafiosos contra los cuales tiene que competir la moral de la sociedad.
Es inaceptable que los nuevos directores y jefes administrativos del gobierno de Cartes, de los que se presume deben reemplazar a los del “viejo rumbo”, no se percaten de quiénes favorecen o participan de la corrupción en sus instituciones, de dónde viene y a dónde va dirigida. Porque si no se dan cuenta y no pueden prever esos movimientos tácticos, es porque son ineptos o porque se plegaron al equipo contrario.
“Que nos presenten pruebas”, dicen como disculpa, como si a ellos, si lo quisieran, no les sería muy fácil conseguirlas. Bastaría que vean las mansiones, los 4x4 en los garajes, las fiestas fastuosas, los viajes de veraneo con niñeras y todo, las estancias a lo largo y ancho del país, casas en Punta del Este, departamentos en Miami, etc., etc., etc., de funcionarios o sus parientes, y que solicite a la Dirección de Impuesto a la Renta del Ministerio de Hacienda la obligatoria declaración de bienes y, en su caso, el RUC y la documentación de pago de impuestos del propio funcionario o del pariente o amigo cercano a nombre de quien se sospecha que el personaje podría estar ocultando su fortuna.
Si el presidente Cartes realmente respalda a sus ministros –y estos tienen coraje y son honestos–, tiene en sus manos el poder legítimo y la inteligencia suficiente para saber qué parte de su gobierno está siendo manejada por los mafiosos y cuál es su “modus operandi”. Él puede desbaratar las roscas sin que por eso se paralice la acción del Estado. Al contrario, será el inicio del verdadero “nuevo rumbo” que él enarbola como estandarte. De lo contrario, corre el riesgo de acabar, él y su gobierno, en un tan estrepitoso fracaso como el que le ocurrió a Juan Carlos Wasmosy, quien no quiso oír las voces que le enviaban estos mismos consejos. Si Horacio Cartes no entierra a la corrupción, la corrupción enterrará al gobierno de Horacio Cartes.