Erradicando la pobreza consolidaremos la paz

Al conmemorar el 78° aniversario del cese de las hostilidades con Bolivia tras un conflicto bélico de tres años, es oportuno reflexionar sobre la importancia estratégica que tiene el valor de la paz en una sociedad moderna, libre y democrática. Nuestro país, que tuvo la desoladora experiencia de verse envuelto en dos guerras regionales, conoce perfectamente el valor de la paz. No obstante, ya sea por desmedidas ambiciones personales o por diferencias políticas, no nos faltaron con posterioridad los enfrentamientos fratricidas, los cuartelazos y el uso de la violencia como lamentable recurso para afrontar divergencias de distinta índole. Surge, pues, como un hecho de gran relevancia la necesidad de afianzar la paz en nuestra convivencia social. El Paraguay requiere de estabilidad y gobernabilidad política para afrontar el peor mal que como sociedad nos aqueja: la pobreza.

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Al conmemorar el 78° aniversario del cese de las hostilidades con la República de Bolivia tras un conflicto bélico de tres años por la posesión del Chaco Boreal, es oportuno reflexionar sobre la importancia estratégica que tiene el valor de la paz en una sociedad moderna, libre y democrática.

En su célebre encíclica “Pacem in Terris” –de cuya publicación se cumplieron 60 años el pasado mes de abril–, el papa Juan XXIII afirma que la paz en la tierra es “la suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia”. No deja de ser llamativo el hecho de que el pontífice hiciera esta poderosa afirmación en momentos en que el mundo se encontraba sumido en el período más complejo de la Guerra Fría, y cuando las dos superpotencias que se disputaban la hegemonía de la política internacional –Estados Unidos y la extinta Unión Soviética– hacía menos de un año protagonizaran en Cuba una disputa de poder que bien pudo haber activado una guerra nuclear de devastadoras consecuencias a escala planetaria.

De allí, probablemente, que entonces surgiera esta consideración de quien entonces y aún hoy es conocido como el “Papa bueno”: “Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por la fuerza”. Es decir, existe siempre entre las personas y entre las naciones la tentación de recurrir a la fuerza como medio para superar sus diferencias.

Los pueblos que tuvieron el infortunio de conocer los devastadores efectos de un conflicto bélico saben perfectamente cuán beneficiosos son los frutos de la paz. Ella constituye el requisito fundamental, la base sin la cual es imposible hablar de desarrollo económico y social, a nivel de las sociedades, o de progreso personal, desde el punto de vista del crecimiento individual.

Nuestro país, que tuvo la desoladora experiencia de verse envuelto en dos guerras regionales, conoce perfectamente el precio de la paz. Es cierto que ya casi pasaron ocho décadas desde que acabó la Guerra del Chaco. No obstante, ya sea por desmedidas ambiciones personales o bien por diferencias políticas, no nos faltaron con posterioridad los enfrentamientos fratricidas, los cuartelazos y el uso de la violencia como lamentable recurso para afrontar divergencias de distinta índole.

Surge, pues, como un hecho de gran relevancia la necesidad de afianzar la paz en nuestra convivencia social. En esta materia, la clase dirigencial del país tiene una enorme responsabilidad, sobre todo en lo que respecta a la formulación de los grandes consensos que se requieren para dotar de estabilidad política y gobernabilidad a la República.

Las disputas estériles, la defensa de intereses egoístas y sectarios, así como la corrupción, han sido en gran medida los principales responsables del gran estancamiento y atraso que viene afectando a nuestro país en las últimas décadas. Por ello es preciso que la actual clase política se decida de una vez por todas a poner el bien común por encima de cualquier otra consideración.

Además de procurar mantener la paz con sus vecinos y evitar toda forma de conflicto o caer en la tentación de embarcarse en carreras armamentistas, el Paraguay requiere de estabilidad y gobernabilidad política para afrontar el peor mal que como sociedad nos aqueja: la pobreza. Nuestra élite dirigente –política, económica, social, sindical, religiosa, etc.– debe asumir con determinación que este es el más grave impedimento no solo para alcanzar el verdadero desarrollo del país, sino, sobre todo, para que la paz a lo largo del territorio nacional sea una realidad plena y duradera.

Ahora que estamos en las puertas del inicio de un nuevo ciclo en la vida política del país, es de crucial importancia que quienes se aprestan a asumir el poder por un periodo de cinco años entablen un diálogo serio, profundo y fructífero con los distintos partidos de la oposición para impulsar las grandes medidas que deben ser puestas en práctica de manera inmediata para rescatar al Paraguay de la miseria y del atraso.

En este marco conceptual y programático, todos deberíamos tomar conciencia de la impresionante actualidad que tienen estas palabras escritas por Pablo VI en su célebre encíclica “Populorum Progressio”, en 1967: “Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan grandes injurias contra la dignidad humana”.

Y continúa el pontífice: “Sin embargo ya se sabe: la insurrección revolucionaria –salvo en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país– engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor”.

Sabias y proféticas palabras sobre las que hoy, tal vez más que nunca, es conveniente meditar y sacar oportunas conclusiones. Este es el desafío, pues, para sembrar a lo largo y ancho de toda la República la necesaria y fructífera semilla de la paz. Vale la pena recordarlo un día como hoy.

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