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La Navidad no debe ser una excusa para darse un atracón, sino una oportunidad para meditar sobre el mensaje de amor que el Hijo de Dios hecho Hombre trajo al mundo para redimirlo de sus pecados. Cuando un fariseo le preguntó cuál es el gran mandamiento, Jesús le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas” (Mateo 22, 37-40).
El primer precepto se dirige al fuero íntimo de los creyentes: parece lógico que quienes lo sean pongan a la divinidad por encima de todas las cosas y le rindan la suma devoción debida. El segundo, del que derivan valores tales como la paz, la solidaridad y la justicia, apunta a las relaciones entre las personas, y puede ser aceptado incluso por quienes no sean cristianos o ni siquiera creyentes: de hecho, está vinculado con la regla ética “Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti” (Mateo 7, 12), ya formulada en otras culturas, religiones o filosofías.
No estamos en condiciones de averiguar si el primer mandamiento citado por el Redentor es realmente acatado por los cristianos paraguayos. Sobre el cumplimiento del segundo, en cambio, sí es factible y hasta necesario hacer algunas reflexiones, porque la conducta se manifiesta en hechos y porque de él depende la calidad de la convivencia social, que nos interesa a todos.
Y bien, los paraguayos parecen estar de acuerdo en que el país está contaminado por la corrupción, que la inseguridad de las personas y de sus bienes está muy extendida y que la Justicia brilla por su ausencia. Si es así, como lo indica la experiencia cotidiana, quiere decir que tienen muy poca vigencia los mandamientos de amar al prójimo como a uno mismo y hacer a los otros lo que se quiera que le hagan a uno. El egoísmo, la prepotencia y la arbitrariedad, que abundan entre nosotros, nada tienen que ver con las enseñanzas de Jesús ni con la moralidad más elemental.
La corrupción implica utilizar un cargo público en beneficio propio, a costa del interés general. El funcionario venal se ama a sí mismo y desprecia a los demás –todo lo contrario de la fundamental enseñanza de Cristo–, sin importarle que su actividad delictiva afecte incluso la salud del prójimo, pues lucra hasta con el dinero destinado a medicamentos para la gente más necesitada.
También el empresario que soborna o que se presta a un sobreprecio piensa primero en sí mismo antes que en quienes dejarán de recibir un servicio público porque el dinero se malverse. Lo mismo cabe decir de quienes se incluyen para recibir un subsidio sin integrar el grupo destinatario, o de los gobernadores e intendentes que, con la complicidad de los concejales, se han quedado con los recursos del Fonacide destinados a mejorar la infraestructura educativa: pensaron en sus propios bolsillos antes que en el presente y el futuro de los hijos, propios y de sus representados.
Un capítulo aparte merecen los legisladores, los jueces, los funcionarios que se vinculan con el narcotráfico, instalan a sus parientes en el Congreso o pagan al personal doméstico con el dinero de quienes en mala hora los eligieron. Para los corruptos, la caridad empieza y termina en casa. No tienen la menor idea –ni les importa– lo que significa la palabra solidaridad, ni lo que haya dicho el Hijo de Dios. Pero eso sí: celebran la Nochebuena y la Navidad dándose un buen festín, gracias a la impunidad que les garantizan, entre otros, fiscales y jueces corruptos que son de su misma calaña.
En el Paraguay son muchos los que tienen “hambre y sed de justicia”, en todo sentido: los auténticos campesinos que no reciben sus títulos de propiedad ni asistencia técnica alguna; los trabajadores que no reciben ni siquiera el sueldo mínimo legal ni están inscriptos en el IPS; los enfermos que deben concurrir a hospitales públicos sin insumos ni personal de blanco suficientes, o los productores e industriales que deben soportar la competencia delictiva de los contrabandistas.
La lista de las víctimas de la injusticia resultante del desinterés o hasta del desprecio por el prójimo es bastante larga. Y, desde luego, también la de aquellos que deben gozar de la igualdad de acceso a la justicia, garantizada constitucionalmente, pero que no la reciben. Quien dispone de dinero suficiente para comprar dictámenes o sentencias tiene todas las posibilidades de no ser sancionado por sus fechorías o de quedarse con los bienes ajenos. Y conste que en la Corte Suprema de Justicia estuvo el “cristianísimo” Víctor Núñez, que no se privó de atribuir a Dios su infeliz nombramiento.
Jesús expulsó a los mercaderes del templo, y resulta que también hay mercaderes en nuestro Palacio de Justicia, porque se aman a sí mismos muchísimo más que a los justiciables, con quienes hacen lo que jamás aceptarían que se hiciera con ellos.
Bien se sabe que el Mesías condenó la violencia, pero ocurre que ella se está asentando peligrosamente en la sociedad paraguaya porque los delincuentes profesionales han extendido el campo, la frecuencia y la brutalidad de sus actuaciones. Sigue la violencia doméstica, que victimiza sobre todo a las mujeres, mientras que entre los jóvenes urbanos se está difundiendo el uso de la fuerza para dirimir diferencias, muchas veces bajo el influjo de las drogas. Y, desde luego, la expresión más acabada del repudio del mensaje cristiano proviene de las dos bandas criminales, que dan rienda suelta al odio y a la total falta de consideración por sus semejantes. Desde hace largos meses, una de ellas mantiene secuestrados a los jóvenes Arlan Fick y Edelio Morínigo, sin importarles en absoluto el sufrimiento que les causan a ellos y a sus familiares, que van a pasar la Navidad más triste de sus vidas. Los malvados integrantes de estos grupos ilegales son la antítesis del cristiano, lo mismo que los autores morales y materiales de las muertes de nuestro periodista Pablo Medina y de su acompañante, Antonia Almada.
Que esta ocasión tan grata para el mundo occidental, del que formamos parte, sirva también para recordar a todos los desposeídos, marginados o ultimados por culpa del desamor de sus prójimos. Confiamos en la redención del Paraguay por obra de sus hijos inspirados en los valores de paz, justicia y solidaridad del cristianismo. Los buenos, que son muchos más que los malos, deben tener la fortaleza de resistir sus embates y darles una lección de dignidad, resistiendo la tentación de imitarlos y repudiando a quienes, como los mercaderes del templo expulsados por Jesucristo, se forran sus faltriqueras a costa del sufrimiento del pueblo.