De acuerdo con el último informe de Foreign Policy y el Fondo para la Paz, elaborado sobre la base de 12 indicadores o criterios, el Paraguay tiene el triste honor de figurar juntamente con varios países africanos y latinoamericanos, como Cuba, Bolivia, Venezuela, Haití, etc., como uno de los estados llamados a convertirse en "fallidos". Que significa, conforme a la definición empleada por los citados organismos, que el país es inestable políticamente, que hay un continuo deterioro económico y sufre de una gran desigualdad social, la criminalidad supera ampliamente a la capacidad preventiva y reactiva del Estado y los derechos humanos son violados sistemáticamente. El conjunto de estos factores negativos hace que la calificación de "Estado fallido" lo convierta en peligroso no solo para sí mismo, sino para el mundo entero, por cuanto es un caldo de cultivo propicio para la pobreza, la delincuencia de todo tipo y lo vuelve vulnerable a situaciones aun más delicadas como el narcotráfico y el contrabando que podría hacer circular hasta armas de destrucción masiva.
Cuando aparece un informe de esta naturaleza, que ubica al Paraguay entre los llamados "estados fallidos o bribones", la cuestión ya deja de ser meramente doméstica, y la pregunta obligada de qué hace la clase política para sacarlo de tan despreciable sitio tiene un impacto más fuerte aun, por cuanto que el mundo entero toma conocimiento de su realidad. La respuesta es realmente desalentadora porque lo que se ve a diario es que el principal sector obligado por su naturaleza y función, la clase política, ni por asomo se preocupa de revertir la pésima situación, dado que ni siquiera abre un debate sobre las grandes y graves cuestiones políticas, económicas o sociales, que son realmente vitales para el país. Antes que eso, la clase política gobernante, sea oficialista como opositora, solo tiene interés en mantenerse en el poder y contar con toda clase de privilegios, y en ese propósito no duda en aplicar cualquier mecanismo a su alcance, sea lícito o no.
De esta forma, no se duda en desconocer la Constitución y las leyes, como ocurre por ejemplo en los casos de las invasiones de tierras y las expropiaciones, en estos últimos casos verdaderas confiscaciones por cuanto el Estado carece de recursos para indemnizar. Asimismo, la justicia sigue siendo una verdadera anécdota dado que quien cuenta con una mejor vinculación política o más recursos económicos tuerce su rumbo fácilmente.
De todo esto resulta claro que la política en el Paraguay es una forma de legitimar lo sórdido, lo ilegal. La calidad institucional está por el suelo, la ley y la Constitución no se aplican, la propiedad privada, las inversiones y los ahorros carecen de toda garantía.
El país está sumergido en la actualidad en una ciénaga electoral que solo apunta a ganar elecciones. El interés por los cargos gana las instituciones mientras la pobreza, la delincuencia, la pésima educación mantienen al país en una situación calamitosa, que lo ubica todavía entre los "estados bribones". Es lamentablemente una historia repetida desde hace décadas, y lo peor es que no se realizan esfuerzos serios por cambiar la situación, por lo que el nombre del país continúa apareciendo en los primeros lugares en los ránking para medir la corrupción, la competitividad y otros parámetros que califican a los estados en modernos o atrasados.
Para promover un debate sobre la real situación del país y, sobre todo, para encarar acciones tendientes a sacarlo de la mala consideración internacional que con frecuencia lo salpica, se requiere una generación de políticos y dirigentes que den indicios de priorizar el interés nacional antes que los personales y los de sus grupos. Para escogerlos, la ciudadanía tiene un arma fundamental: su voto en las próximas elecciones.
Cuando aparece un informe de esta naturaleza, que ubica al Paraguay entre los llamados "estados fallidos o bribones", la cuestión ya deja de ser meramente doméstica, y la pregunta obligada de qué hace la clase política para sacarlo de tan despreciable sitio tiene un impacto más fuerte aun, por cuanto que el mundo entero toma conocimiento de su realidad. La respuesta es realmente desalentadora porque lo que se ve a diario es que el principal sector obligado por su naturaleza y función, la clase política, ni por asomo se preocupa de revertir la pésima situación, dado que ni siquiera abre un debate sobre las grandes y graves cuestiones políticas, económicas o sociales, que son realmente vitales para el país. Antes que eso, la clase política gobernante, sea oficialista como opositora, solo tiene interés en mantenerse en el poder y contar con toda clase de privilegios, y en ese propósito no duda en aplicar cualquier mecanismo a su alcance, sea lícito o no.
De esta forma, no se duda en desconocer la Constitución y las leyes, como ocurre por ejemplo en los casos de las invasiones de tierras y las expropiaciones, en estos últimos casos verdaderas confiscaciones por cuanto el Estado carece de recursos para indemnizar. Asimismo, la justicia sigue siendo una verdadera anécdota dado que quien cuenta con una mejor vinculación política o más recursos económicos tuerce su rumbo fácilmente.
De todo esto resulta claro que la política en el Paraguay es una forma de legitimar lo sórdido, lo ilegal. La calidad institucional está por el suelo, la ley y la Constitución no se aplican, la propiedad privada, las inversiones y los ahorros carecen de toda garantía.
El país está sumergido en la actualidad en una ciénaga electoral que solo apunta a ganar elecciones. El interés por los cargos gana las instituciones mientras la pobreza, la delincuencia, la pésima educación mantienen al país en una situación calamitosa, que lo ubica todavía entre los "estados bribones". Es lamentablemente una historia repetida desde hace décadas, y lo peor es que no se realizan esfuerzos serios por cambiar la situación, por lo que el nombre del país continúa apareciendo en los primeros lugares en los ránking para medir la corrupción, la competitividad y otros parámetros que califican a los estados en modernos o atrasados.
Para promover un debate sobre la real situación del país y, sobre todo, para encarar acciones tendientes a sacarlo de la mala consideración internacional que con frecuencia lo salpica, se requiere una generación de políticos y dirigentes que den indicios de priorizar el interés nacional antes que los personales y los de sus grupos. Para escogerlos, la ciudadanía tiene un arma fundamental: su voto en las próximas elecciones.