De hecho, los estrechos lazos del austero jesuita Jorge Mario Bergoglio con los paraguayos se remontaban a los tiempos en que los asistía en las “villas”, siendo arzobispo de Buenos Aires. Ciertamente, no fue un connotado teólogo, como su antecesor Benedicto XVI, sino más bien un hombre afligido por la suerte de los más débiles; siguiendo el principio de “opción preferencial por los pobres”, postulado en 1979 por la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, instó a los obispos que tengan “olor a oveja”, es decir, que se acerquen a la gente carenciada, que tomen conciencia de sus necesidades; su pontificado de doce años tuvo así un fuerte contenido social, alejado de la mera observancia de los dogmas y de los ritos.
Por otra parte, trató de sanear las algo opacas finanzas del Vaticano, se opuso a los métodos anticonceptivos, al aborto y a la ordenación de las mujeres y combatió los abusos sexuales contra los menores, cometidos en el seno de la propia Iglesia; se ocupó incluso del cambio climático, sobre todo con relación a la Amazonía, convocando un sínodo extraordinario, de modo que ni lo celestial ni lo terráqueo escaparon a sus inquietudes. Visitó diez países latinoamericanos, entre los que –curiosamente– no figuró el suyo, como tampoco Nicaragua, donde la Iglesia está siendo perseguida por una grotesca dictadura de izquierdas; en Bolivia pidió perdón “por las ofensas de la propia Iglesia y por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América”. Entrevistado por una agencia de noticias de su país e invocando a San Martín y a Bolívar, abogó por la unidad de la región, “víctima de imperialismos explotadores”, asumiendo una postura que no disgustaría a sectores “progresistas”.
Según la encuesta Latinobarómetro, entre 1995 y 2024, la población católica de la región bajó del 80% al 54%, habiendo aumentado el porcentaje de protestantes y el de ateos o agnósticos, incluso durante el pontificado de Francisco. El dato implica que la tarea misional de la Iglesia católica no está resultando efectiva frente a la “competencia”, aunque el Papa haya abogado por los legítimos intereses de los más necesitados y se haya valido de las redes sociales para transmitir sus mensajes, sin dejar de advertir contra los riesgos de la desinformación ni contra los eventuales abusos de la inteligencia artificial, “un instrumento fascinante y tremendo” que también puede servir para la guerra. La tendencia señalada no se manifestaría en el Paraguay, donde el 89% de la población –el mayor porcentaje del continente– se declaró católica y dio la mejor evaluación al recién fallecido, algo que no sorprende por lo antes referido. Es deseable que su reemplazante no se olvide de América Latina y que sea tan solidario como él con quienes sufren injusticias, demostrando así su amor cristiano al semejante.
Los paraguayos recordarán agradecidos que el papa Francisco los quiso mucho, lamentando que aún no hayan podido erradicar los vicios a los que aludió aquí hace casi diez años: los oradores mentirosos siguen en lo mismo, los jóvenes pueden hacer más “líos” bien organizados ante iniquidades diversas y la solidaridad con el prójimo puede ser más fuerte. Por el bien de todos y para honrar su memoria, es necesario que el elocuente mensaje del Sumo Pontífice no caiga en el olvido, tan cruel como el abierto desprecio. El valioso legado que deja detrás de sí se extiende más allá del catolicismo: su empeño en pro de los humildes y su condena de la explotación económica, su defensa de los derechos de los migrantes y de las mujeres y su predisposición al diálogo con las demás confesiones son testimonios de su grandeza moral e intelectual, dignos de ser recogidos por quienes anhelan un mundo mejor, en el que reinen la paz y la justicia. El pontificado de Francisco supuso una renovación de la Iglesia en beneficio de la humanidad, a despecho de las críticas “conservadoras” y “progresistas”.
¡Gracias por todo!