Santiago Peña dejó malparada la imagen de nuestro país

En un año y medio de mandato, el presidente Santiago Peña ha convertido la Presidencia de la República en una agencia de turismo al sumar unos 40 viajes oficiales por el mundo. Si promediamos los números, arroja la nada despreciable cifra de dos viajes por mes, con erogaciones que ahora sabemos han sido tan importantes que en agosto del año pasado ya se agotaron los gastos reservados, según lo confirman datos del presupuesto público reportados por nuestro diario.

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Si a estas escandalosas cifras sumáramos el enorme aumento presupuestario para estos menesteres para el año 2025, podemos tener razones para estar más que preocupados por los viajes presidenciales. Cada una de estas actividades se han estado financiando con dinero de los contribuyentes, es decir, él viaja a costa de los impuestos de la gente que aún “no está mejor”.

No se puede desconocer la importancia de abrir caminos geopolíticos a nuestra mediterraneidad, y que nuestro Presidente impulse necesarias negociaciones con figuras trascendentes a nivel mundial. No desmeritamos los diálogos conducentes a grandes inversiones, captación de capitales u otras actividades que beneficien al país. Pero estos viajes pagados por el pueblo deben redituar en ventajas y beneficios comprobables, medibles y sostenibles en tiempo y en forma. Caso contrario, tenemos razones para sospechar que estos periplos se acercan peligrosamente a ansiedades personales turísticas y se alejan peligrosamente de actividades de un auténtico gobernante.

El último bochorno internacional habla por sí solo. Santiago Peña anunció su último “tour” con una comitiva para asistir a la asunción presidencial de Donald Trump en Washington. Sus voceros alegaron haber recibido una invitación oficial, sin embargo, al poco tiempo saltó a la luz que aquella invitación recibida era parte del cupo de convites que tienen los congresistas norteamericanos. Las sospechas se confirmaron con varias fuentes: era una invitación oficial, pero del senador Rick Scott, de Florida, obtenida gracias a la mediación del cónsul paraguayo acreditado ante dicho estado. Lo que confirma que la invitación de Peña no dependía de los más altos niveles de organización fue que mientras uno de los invitados por el senador Scott sí se consiguió un asiento dentro del Congreso –el venezolano Edmundo González– el otro invitado, el presidente paraguayo, Santiago Peña, no tuvo lugar. Su equipo protocolar fue forzado a hacer un comunicado donde intentaron naturalizar lo que desde lejos es un papelón. La única pregunta que este equipo diplomático no podrá responder fácilmente es si, además de Santiago Peña, ¿hubo algún otro presidente latinoamericano que quedara sin lugar dentro del Congreso?

Javier Milei, de Argentina; Edmundo González, de Venezuela, o la europea Giorgia Meloni, de Italia, entre otros, sí se consiguieron lugares protocolarmente asignados, según se pudo ver. Esta situación emitió un solo mensaje: el bochorno de haber viajado sin haber medido las consecuencias que la aventura diplomática tendría para las cancillerías de ambos países, la estadounidense por un lado y ni qué decir para la paraguaya. Papelones que podrían evitarse con un poco menos de ansiedades personales, y un poco más de sentido común –que últimamente a la hora de las figuraciones parece ser el menos común de los sentidos–.

Santiago Peña no se representa a sí mismo. En su investidura lleva la representación y la dignidad de todo un país, exige un tratamiento protocolar de igual a igual y no la aparición en pequeñas recepciones donde va tomándose fotografías con personajes del mundo de la política solamente para colgar en sus redes sociales y convencernos que se “reunió” con alguien. Un encuentro informal regado por bebidas y convenciones sociales no puede ser escenario importante para ningún diálogo estratégicamente político ni mucho menos económico.

Paraguay se merece un estadista que esté a la altura de las circunstancias, en dignidad y sobre todo en autenticidad. Que no hagan pasar gato por liebre a la población, simulando que hay reuniones en recepciones, disfrazando cupos por invitaciones, y hasta aventurando adjetivaciones del tipo “el primer presidente paraguayo en una transferencia de mando en los EE.UU.”. Estas fanfarrias no dejan de ser bisutería de oropeles que a nadie dignifican.

La impresión que proyectan nuestras autoridades es fundamental para la imagen y el respeto de una nación. Tras las elecciones en EE.UU., Peña ha estado desparramando adulonerías con las autoridades recién asumidas, llegando al colmo de agasajar a quienes han sido verdugos del Paraguay en las gestiones para exportar carne paraguaya a ese país. Los gobernantes tienen el compromiso moral y político de utilizar la más alta diplomacia para la consecución del bien común de su pueblo sin caer en la adulonería que destiñe la autodeterminación de un país.

La explicación “diplomática” dada al bochorno ha sido insuficiente, por no decir escuálida. Reiteramos, deben demostrarnos qué otros presidentes o presidentas, invitados oficialmente, quedaron sin un asiento dentro del Congreso. Si esto ha ocurrido con otros estadistas, cuyos nombres desconocemos, entenderíamos que Paraguay solo ha sido uno de los tantos sacrificados. Pero ver que hasta el nuevo y no juramentado presidente electo de Venezuela pudo conseguirse un espacio bajo el techo del Congreso estadounidense, y Santiago Peña no lo hizo, deja no solo el sabor de la humillación, sino el golpe de un costoso papelón financiado por el dinero de todos los paraguayos.

Paraguay es una nación altiva y soberana, con una fantástica historia de determinación y coraje; no nos merecemos autoridades mendicantes ni faranduleras. Representar a esta nación requiere algo de dignidad.

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