Reforma constitucional: a las puertas del Hades

El viernes, en su visita a Curuguaty, el presidente Santiago Peña confesó su intención de llevar adelante una reforma constitucional con la excusa de modificar el artículo 169 de la Carta Magna y establecer que el 100% de lo recaudado por los municipios quede en poder de los mismos. Actualmente la Constitución Nacional establece, en relación con el impuesto inmobiliario, que el 70% de lo recaudado por cada municipalidad quedará en poder de la misma, el 15% será para el departamento respectivo y el 15% restante será distribuido entre las municipalidades de menores recursos.

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La reforma constitucional, junto con la enmienda, son los mecanismos establecidos para modificar la Constitución; sin embargo, son institutos diferentes pues obedecen a necesidades, procedimientos y objetivos distintos. La enmienda es la manera más leve de intervenir el texto constitucional, tiene como fin introducir algunos retoques o mejoras en el texto para perfeccionarla y se realiza por medio del referéndum o consulta popular, es decir, en la enmienda interviene el pueblo en las urnas, decidiendo a favor o en contra de la modificación constitucional.

La reforma, por el contrario, es el procedimiento que prevé la Constitución para modificar sustancialmente la Ley Suprema. Este procedimiento permite modificar cualquier artículo de la Constitución, se puede establecer una reelección presidencial, modificar el número de integrantes de ambas cámaras del Congreso, el número de ministros de la Corte Suprema, crear o eliminar instituciones, entre otras cuestiones. Una reforma constitucional puede ser solicitada por el Presidente de la República, 11 senadores, 20 diputados o 30.000 electores a través de una declaración firmada, y el procedimiento es a través de la conformación de una Convención Nacional Constituyente cuyo número no podrá exceder el total de los integrantes del Congreso, es decir, 125 convencionales.

Sin embargo, abrir esta posibilidad de modificación constitucional significaría dejar abiertas las puertas del Hades, dejando la suerte echada a lo incierto, a las apetencias del poder de turno, a la permeabilidad de las más grandes inseguridades jurídicas, a la latente posibilidad de filtración de arbitrariedades, a un camino sin retorno y, posiblemente, a la instauración de otra larga dictadura.

Recordemos que el presidente Peña en sus tiempos de campaña electoral esparcía promesas de tranquilidad y seguridad con frases célebres como “Yo tengo la visión de no cambiar la actual Constitución, mi base de gobierno no se basa en una constituyente” (ABC Color – 21 de marzo de 2023). “No creo que sea necesario cambiar la Constitución. Categórico y rotundo. Para lo que quiero hacer en los próximos años no necesito cambiar la Constitución” (El Trueno Py – 15 de junio de 2023). Sin embargo, pareciera que la amnesia es el síntoma principal de la avaricia y las ansias de consolidación de un poder sempiterno, pero olvida que el antídoto de esta fiebre de poder es la indignación de un pueblo al que es mejor no hacer enojar, pues a juzgar por historias pasadas, ya sabe reconocer los indicios de una dictadura por la cual no quiere volver a transitar.

La excusa escogida esta vez son los impuestos municipales, buscando claramente la adhesión de las bases políticas del gobierno descentralizado, pues claramente el error cometido por Horacio Cartes al develar sus verdaderas intenciones de reelección presidencial es un error que ya no volverán a cometer. Sin embargo, considerando la pérdida de confianza que genera la ruptura de las promesas de campaña electoral de Peña y su notable sometimiento a la voluntad política y económica del cartismo, no se encuentran conjugadas las condiciones y garantías que permitan obstaculizar cualquier intento de reivindicar intereses particulares para avanzar en una modificación constitucional.

Entre estas condiciones, la amplia participación ciudadana, el pacto de confianza con las autoridades, la transparencia, el compromiso político, el respeto a las voces disidentes, la protección de los derechos humanos y los mecanismos reales de participación son elementos esenciales para pensar ligeramente en una constituyente; sin embargo, todos estos conceptos se encuentran muy alejados de una coyuntura política que ha dedicado sus primeros quince meses a mutilar la ley de conflicto de intereses, a recriminar la labor periodística, a coronar el nepotismo, el clientelismo y la corrupción, a cercenar el debate social, a perseguir a la sociedad civil y a buscar réditos económicos con fondos estatales.

Este no es, ni por asomo, el ambiente propicio para una modificación constitucional sino todo lo contrario. Es abrir las puertas del infierno, es derribar el único muro de seguridad que nos queda, nuestro único escudo, nuestra CONSTITUCIÓN NACIONAL.

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