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El argumento de “Por qué fracasan…” parte de un ejemplo empírico que se volvió famoso: la comparación entre dos ciudades con el mismo nombre, Nogales, en la frontera de México con Estados Unidos, separadas por una alambrada, una en el estado de Sonora y otra en el estado de Arizona, una pobre y otra rica, en aquel momento con un ingreso per cápita de 30.000 dólares, cinco veces superior a la de su vecina. La diferencia entre las dos Nogales no es geográfica, ni cultural ni racial, puesto que en ambas predominan la ascendencia y la cultura mexicanas mayormente de raíces indígenas, tampoco de profundas fuentes históricas, ya que toda la región perteneció a México hasta bien entrado el siglo XIX. La gran diferencia, de acuerdo con la elaborada tesis merecedora del Nobel, es el modelo institucional político y económico.
De un lado han sido preponderantes lo que ellos llaman las “instituciones extractivas” y del otro, las “instituciones inclusivas”. Las primeras son un sistema organizado y sostenido por unas élites privilegiadas que se apropian del poder político, a menudo violentamente o por medio de la corrupción y el fraude, para “extraer” beneficios de la concentración oligopólica de la economía a costa de la población común y corriente. Del otro lado, en cambio, el sistema institucional promueve incentivos para una muy amplia diversidad de oportunidades, con la suficiente certeza para los ciudadanos ordinarios de que serán respetados su propiedad y sus derechos, lo que los alienta a prepararse, trabajar e innovar para aprovechar esas oportunidades y recoger los frutos.
Y no es que, en este caso, las élites de Estados Unidos sean menos codiciosas que las de México. De acuerdo con los investigadores, la distinción recae, justamente, en las instituciones. Como producto de una evolución social que es extensamente analizada, en los países ricos tienden a imponerse instituciones que controlan y limitan el poder, protegen a los individuos y reparten la participación política y económica. Eso hace que, por mucho que procuren determinados grupos hacerse del control, y aun cuando lo consigan parcialmente en casos relativamente aislados, en el conjunto no logran sobrepasar los límites impuestos por las arraigadas y sólidas instituciones de esas sociedades. En los países pobres tiende a ocurrir lo contrario.
Esta no es una condición fatalista. Los países pueden ir adoptando “instituciones inclusivas” y, de hecho, hay muchos ejemplos citados por los autores, como los de Corea del Sur o Taiwán, cuyos procesos de desarrollo tuvieron ciertamente un origen autoritario, pero que necesariamente, para mantenerse y avanzar, debieron derivar en apertura, democratización y Estado de derecho, en el marco de lo cual experimentaron una extraordinaria expansión y una generalizada prosperidad.
El proceso no es lineal ni sencillo, como no lo es nada en la sumamente compleja realidad social, pero, precisamente por ello, hay que trabajar para seguir la experiencia de los países que progresan y rehuir de las prácticas de los que fracasan. En Paraguay en este momento hay un claro avance contra la institucionalidad por parte de un grupo con ambiciones hegemónicas, obsesionado por cooptar todos los resortes del poder y radiar y perseguir a todos los que se le crucen en el camino, como ha ocurrido con la senadora Kattya González, o como pasa ahora con el ataque a organizaciones de la sociedad civil y sectores que no le son afines.
La ciudadanía tiene que resistir, exigir respeto a la letra y al espíritu de la Constitución, sostenida en que nadie puede pretender arrogarse la suma del poder ni el monopolio de la participación en las políticas públicas, y en el principio de que ningún individuo está obligado a hacer lo que la ley no manda ni a dejar de hacer lo que ella no prohíbe.