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El electorado de la República Argentina acaba de dar un veredicto bastante contundente, si no necesariamente sobre lo que quiere para su país, definitivamente sí sobre lo que ya no quiere, lo que ya no aguanta ni puede aguantar, una nación riquísima, tanto en recursos materiales como humanos, en todos los órdenes, desde lo científico hasta lo deportivo, impedida de desplegar su enorme potencial por un sector público elefantiásico que devora todas sus energías y que la ha llevado a una virtual cesación de pagos y al borde de la hiperinflación, que expolia a su propia población, le encepa sus ahorros, le succiona el poder adquisitivo de su dinero, la obliga a protegerse en la informalidad en un sálvese quien pueda, a la par que aumentan los índices de pobreza, todo para mantener a unos privilegiados a costa de la mayoría que trabaja e intenta producir. ¿Y en Paraguay cómo andamos?
La Argentina es un país grande, federal, variado, complejo, pero la causa de la situación en la que se encuentra es en esencia bastante básica: el Estado, tanto el central como el de las provincias, gasta mucho más de lo que tiene y de lo que puede, tan simple como eso. Cómo lo gasta ya es otra discusión. Al margen de la alta corrupción y del amplio clientelismo político que existen tanto allá como acá, algunos estarán de acuerdo con tal o cual programa gubernamental, con tal o cual política, pero el punto sigue siendo el mismo.
Cualquier persona o empresa sabe que si sus gastos exceden sus ingresos, no importan los motivos, hay un límite en que podrá endeudarse para cubrir la diferencia. Si no logra revertir la tendencia, necesariamente se irá a la quiebra con la soga al cuello. En el Estado pasa lo mismo, pero con el agravante de que, además de la deuda, los gobiernos también suelen recurrir a la “maquinita” del Banco Central para emitir moneda por encima del valor de la producción nacional. De esa manera se salvan en el corto plazo, para pagar sueldos y subsidios, pero indefectiblemente trasladan el peso directamente a la gente, sobre todo a la más pobre, a través de la devaluación y la suba generalizada de precios por efecto monetario.
Consecuentemente, Argentina tiene una inflación interanual del 146%, acumula una deuda de 405.000 millones de dólares, equivalente al 85% del PIB, mientras que el déficit fiscal (primario y financiero) solamente de enero a octubre fue de 22.142 millones de dólares, 4,6% del PIB, 180% superior al del mismo período de 2022. Y en realidad es mucho mayor, porque tanto la deuda como el PIB están consignados al dólar oficial, cuya cotización es tres veces inferior a la real del mercado.
Como hacen todos los gobiernos, el de Alberto Fernández culpa al de su antecesor Mauricio Macri, quien ciertamente tampoco cumplió su promesa de sanear las finanzas públicas. Pero el hecho es que Javier Milei recibe una deuda que es seis veces mayor a la que recibió Fernández al asumir. Su tarea es detener la bola de nieve, lo cual será sumamente difícil, pero absolutamente necesario para ir reestableciendo cierto equilibrio y recuperando la confianza de la población y de inversores propios y extraños para que Argentina, como lo dijo el presidente electo, se vuelva a poner de pie. Ojalá lo pueda conseguir.
Algunos sostendrán que Paraguay está muy lejos de esa realidad y que no tiene de qué preocuparse, pero están equivocados. Al contrario, nuestro país está siguiendo exactamente el mismo rumbo, y no solamente porque Argentina también comenzó excediéndose un poco, y luego un poco más hasta que el derroche se hizo insostenible, sino porque el Estado paraguayo también gasta más de lo que puede, ya lleva una década de déficit fiscal ininterrumpido, no cumplió su cronograma de convergencia, el déficit de 2023 será del 4,1% del PIB, nominalmente casi igual al argentino, el presupuesto de 2024 ya lleva contenido un saldo rojo de 2,6% del PIB sin considerar las típicas ampliaciones posteriores, y la deuda pública, que era del 10% del PIB en 2012, supera el 35% con tendencia creciente.
Santiago Peña es economista, fue ministro de Hacienda, conoce muy bien el tema y sabe perfectamente que tiene su propia bola de nieve que detener. Hasta ahora ha dado señales ambiguas en sus primeros cien días de mandato, pero la experiencia argentina le tiene que servir para tener la completa certeza de que, hacia ahí, no podemos seguir yendo.