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En la primera reunión del Consejo de Ministros, el presidente Santiago Peña prohibió expresamente a los integrantes de su gabinete hacer lobby o negociar por separado, de manera pública o privada, la asignación presupuestaria para sus respectivas carteras en el Congreso o con congresistas individualmente. Algunos podrían tildar esta orden de autoritaria, pero no lo es en absoluto. Además de sumamente necesaria, se encuadra estrictamente en el marco institucional de la República y en criterios elementales de disciplina administrativa.
La funesta práctica común es que el Ministerio de Hacienda, hoy de Economía y Finanzas, remite el proyecto de Presupuesto General al Poder Legislativo y luego cada ministro comparece ante las comisiones y hace tratos particulares con legisladores o bancadas para aumentar sus partidas de gastos, generalmente a cambio de turbios favores, que suelen consistir en privilegios ilegítimos, o en cupos para ubicar a la clientela y a la parentela, o en preferencias en licitaciones para los amigos y socios. Esto, de hecho, configura el delito de tráfico de influencias y es causal de pérdida de investidura, pero sistemáticamente se hace la vista gorda.
“Claramente ya conocemos la dinámica”, dijo el propio Santiago Peña. Tal como lo describió, los mismos parlamentarios les dicen a los ministros que “es muy poco” lo que se les está concediendo y les incitan a “pelear” por más, ya sea para cumplir con grupos de presión o para hacer arreglos bajo la mesa. “Sepan que nos vamos a enterar”, les advirtió el Presidente.
Un gerente puede perfectamente exponer objeciones e intercambiar pareceres con el director general de una empresa, pero una vez que este último toma una decisión, no puede socavarla ni actuar en contra de la misma. Si esto es lógico en el sector privado, lo es mucho más en el sector público, donde rige el principio de la legalidad, según el cual únicamente está permitido lo explícitamente autorizado por la ley.
La Constitución Nacional (artículo 216) otorga sola y exclusivamente al Poder Ejecutivo la potestad de elaborar y presentar anualmente el Proyecto de Ley de Presupuesto General de la Nación, y la misma Constitución, en su artículo 226, establece que el Poder Ejecutivo es unipersonal, ejercido por el Presidente de la República y nadie más. Los ministros son secretarios de Estado y colaboradores del Presidente, pero no forman parte del Poder Ejecutivo, como erróneamente se suele invocar. Ni siquiera lo es el Vicepresidente, quien solo puede asumir la función, de manera limitada, en breves períodos de ausencia.
Por lo tanto, el que un ministro se arrogue la facultad de negociar por cuerdas separadas el presupuesto de una institución al margen de la decisión del Poder Ejecutivo no solamente constituye una inadmisible extralimitación y una falta de respeto al Presidente de la República, sino un acto abiertamente ilegal e inconstitucional.
Pese a ello, este arraigado vicio es tolerado y se ha hecho costumbre en Paraguay. Se llegó al colmo de que inauditamente un Presidente hizo un encarecido ruego público a sus subalternos de que respeten las instancias y “hablen primero con el ministro de Hacienda”, cuando lo que corresponde en estos casos es la inmediata destitución del funcionario “de confianza” que se propasa y desautoriza a un poder del Estado.
El control presupuestario centralizado tiene también poderosas razones de índole administrativa. El Gobierno debe funcionar como un todo y tener en cuenta el escenario general, no puede compartimentarse ni considerar una sola área en desmedro de otras, por importante que sea o parezca ser. Los recursos siempre son escasos e insuficientes, y justamente la principal tarea y responsabilidad del Ejecutivo, como poder administrador, es utilizarlos racionalmente para responder a múltiples necesidades, no solo a algunas. Las argumentaciones deben hacerse internamente, pero una vez cerrado y enviado el proyecto, no se pueden admitir discusiones con terceros. El que no esté de acuerdo que renuncie.
Le tomamos la palabra a Santiago Peña. Sus antecesores dieron la misma instrucción en el pasado y no tuvieron la firmeza ni el liderazgo para hacerla cumplir, con nefastas consecuencias y espurias componendas entre la clase política y altos funcionarios a costa de los contribuyentes y de los intereses del país.