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Como saben nuestros lectores, este diario siempre ha sido sumamente crítico de la discrecionalidad y la falta de transparencia en Itaipú, amparadas en una supuesta supranacionalidad que consideramos, además de tramposa, inconstitucional. Pero no precisamente por hacer concursos para cubrir vacancias, que incluso en este caso es realizado bajo procedimientos de la certificación ISO 9001, sino por todo lo contrario, por servir de jugoso botín de los políticos –y no solamente del Partido Colorado, hay que decirlo– para beneficiarse y premiar a la parte más selecta de la clientela.
Con todo, en cincuenta años de existencia, Itaipú empleó directa e indirectamente, a través de las contratistas, a alrededor de 40.000 personas en total, incluyendo todas las que trabajaron en las gigantescas obras civiles, y actualmente funciona con unos 2.500 funcionarios en ambas márgenes, para una central que produce casi 100 millones de megavatios/hora de electricidad por año y abastece a todo el Paraguay y a varios de los estados más ricos del Brasil. Comparativamente, por mencionar un ejemplo, el Instituto de Previsión Social, según reveló recientemente el sindicalista Juan de Dios Salcedo, tiene ¡26.000! permanentes y contratados, uno por cada 25 asegurados, que en conjunto no alcanzan ni a un quinto de la población económicamente activa.
Volviendo a la Municipalidad de Asunción, solo la Intendencia tiene 7.946 funcionarios (dato de febrero de este año) y otros 1.300 figuran en la planilla de la Junta Municipal, en una ciudad de no mucho más de 500.000 residentes. Nenecho contrató a 1.050 desde que asumió en 2020, de los cuales unos 400 entraron en llamativa coincidencia con la campaña electoral de su esposa, Lizarella Valiente, senadora electa por el cartismo. Humildemente sugerimos a la Cámara de Senadores que remita también un pedido de informes para que el intendente explique con qué criterios, bajo qué justificación y por qué mecanismos amplió un 15% el personal municipal a costa del bolsillo de los contribuyentes capitalinos.
De manera más amplia, el número de funcionarios públicos pasó de 130.000 en la década del noventa a alrededor de 350.000 en la actualidad, considerando municipalidades y gobernaciones. Solo en la administración central, las remuneraciones por servicios personales consumen el 73% del total del Presupuesto, ya contemplados los ingresos por deudas, donaciones, aportes de binacionales, es decir que, literalmente, solo resta un 27% para todo lo demás.
Se acaba de presentar un proyecto de nueva ley de la función pública que, en teoría, consagra la carrera civil, impone restricciones a la actividad política de los funcionarios, hace más estrictos los requisitos y justificaciones para el ingreso, y obligatorios los concursos de méritos y aptitudes, entre otros preceptos. Pero el texto de la todavía “vigente” Ley 1626/2000 también contiene bonitas palabras y loables objetivos que en la práctica poco y nada se han cumplido, debido a que la norma ha sido sistemáticamente perforada con la complicidad de políticos y magistrados judiciales que se benefician personalmente con sus fallos dirigidos a proteger y eternizar sus zoquetes. La verdadera clave de la reforma está en la implementación y en la verdadera voluntad de llevarla adelante conforme a su espíritu y en beneficio de la ciudadanía y de la institucionalidad de la República. Lastimosamente, las señales que han dado Santiago Peña y su corriente partidaria no dejan mucho margen para el optimismo.
La reforma no es en contra de los buenos funcionarios públicos, que los hay y muchos, sino a favor de ellos. Es para identificar y potenciar a los honestos, los capaces, los comprometidos, y cerrarles los caminos a los parásitos, los haraganes, los corruptos, los que les deben sus puestos a los peces gordos de la política o del entorno del poder, y les responden a ellos.
Estos últimos conforman un alto porcentaje de la administración pública, y no solo constituyen una carga que se está volviendo insoportable, sino que conspiran contra los que anhelan hacer las cosas bien y por lo general terminan frustrados, marginados, desmoralizados, cuando no enviciados también muchos de ellos, al constatar todos los días que de nada vale mostrar mayor esfuerzo y aptitud. El buen funcionario gana igual o peor que el malo, y, salvo excepciones, los mejores cargos y ascensos recaen en los paracaidistas, los hurreros, los adulones, los que no rinden cuentas y lealtades en sus instituciones, sino en sus partidos o en las oficinas de sus verdaderos patrones.
Más allá del exabrupto, por desgracia lo que dice Santiago Peña en gran medida es cierto. La gran pregunta es si está de acuerdo con ello o está dispuesto a cambiarlo, si está con los avivados, los arribistas, o está con la mayoría del pueblo paraguayo.