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Quienes coordinaron las protestas bien financiadas y no exentas de violencia contra un supuesto fraude electoral incurrieron en la miseria moral de movilizar a hombres, mujeres y niños indígenas, que no tenían la menor idea de lo que estaba en juego. Los utilizaron vilmente, como carne de cañón, para instalarlos frente a la sede de la Justicia Electoral, violando la “ley del marchódromo” y el derecho de los demás al libre tránsito, así como a la actividad comercial. Es cierto que también existe el derecho a manifestarse, pero pacíficamente y sin armas, como lo fueron los cuchillos, los garrotes y hasta las bombas caseras incautados a los seguidores del exsenador y excandidato presidencial Paraguayo Cubas.
Según Rafael Ávila, el defensor del Pueblo que, junto con agentes fiscales y funcionarios del Instituto Paraguayo del Indígena (Indi), presenció el despeje policial del cruce de las avenidas Eusebio Ayala y Choferes del Chaco, ocupado en la mañana del martes por una gran mayoría de miembros de los pueblos originarios, “no sabían para qué estaban, ni quién era Payo Cubas”. En verdad, habrían hecho reclamos que nada tenían que ver con los de quienes iniciaron las protestas. Por su parte, el presidente del Indi, Pablo Santacruz, reveló que a los líderes indígenas se les dijo que el Gobierno electo modificaría la legislación de las comunidades indígenas, en su perjuicio.
La canallesca manipulación, de la que fueron víctimas hasta madres con niños en brazos, utilizadas como escudos humanos, es tan vejatoria para la dignidad de los aborígenes como la compra de sus votos en el Chaco. Traerlos a Asunción en camiones de carga alquilados, desde centenares de kilómetros y exponiéndolos al peligro, supone una villanía que clama al cielo, propia de los politicastros que se aprovechan de la ignorancia y de las necesidades insatisfechas de los “arreados” como si fueran reses. Como si ya no bastaran las miserables condiciones en que sobrevive un grupo numeroso de ellos sobre la avenida Artigas, a la vista y paciencia de gente y autoridades, como si no hubieran instituciones que deben encargarse de ellos.
¿Quiénes habrían sido los responsables si algún niño hubiera fallecido accidentalmente en el curso de una intervención policial adecuada, esto es, sin el uso excesivo de la fuerza legítima? El Código Penal debe caer sobre quienes promovieron y perpetraron hechos punibles contra bienes y personas, ignorando los procedimientos legales previstos para impugnar un resultado electoral; la sanción moral, desde ya, debe afectar a los infames que se valieron de los nativos solo para engrosar manifestaciones que alteraron el orden público. Subleva el ánimo que sean manipulados, pero también que el Indi siga mostrándose incapaz de abordar su problemática con eficiencia, en vez de limitarse, en lo esencial, a distribuir víveres como si fueran limosnas. Su grupo meta debe tener acceso a la tierra y a la capacitación agrícola, pero también a la salud y a la educación públicas, para que sus carencias no lo fuercen a trasladarse a las zonas urbanas, donde habrán de mendigar, delinquir, prostituirse o consumir drogas.
El drama que sufren a diario termina por envilecerlos, situación de la que se valen quienes aspiran a pescar en el río revuelto de la politiquería: se convierten así en una masa de maniobra que sirve para poner en jaque a unas autoridades ineptas y corruptas, que suelen prometerles cualquier cosa con tal de sacárselos de encima.
A los pobres aborígenes se les hizo jugar un papel deplorable, utilizándolos sin ningún escrúpulo: una muestra más de la ruindad que implica querer sacar provecho político de sus grandes necesidades.