Gobernaciones hasta ahora solo han servido para perjudicar al Estado

En los prolegómenos de la última Convención Nacional Constituyente se habló bastante de la descentralización, esto es, de la transferencia de funciones político-administrativas desde el “centro” hacia las “periferias” departamental y municipal. Se entiende que así haya sido, pues bajo la dictadura todo se decidía, al fin y al cabo, en el Palacio de López, incluso con un sustento constitucional: el presidente de la República designaba, por sí y ante así, a los delegados de Gobierno departamentales y a los intendentes municipales, cuyas respectivas atribuciones eran muy limitadas. Básicamente, los delegados se ocupaban del orden público, pues no existía una Policía Nacional; por lo demás, la discrecionalidad de Alfredo Stroessner en esta cuestión hizo que un allegado suyo, por así decirlo, ejerciera el cargo en los departamentos de Guairá y Caazapá, en forma simultánea.

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En los prolegómenos de la última Convención Nacional Constituyente se habló bastante de la descentralización, esto es, de la transferencia de funciones político-administrativas desde el “centro” hacia las “periferias” departamental y municipal. Se entiende que así haya sido, pues bajo la dictadura todo se decidía, al fin y al cabo, en el Palacio de López, incluso con un sustento constitucional: el presidente de la República designaba, por sí y ante así, a los delegados de Gobierno departamentales y a los intendentes municipales, cuyas respectivas atribuciones eran muy limitadas. Básicamente, los delegados se ocupaban del orden público, pues no existía una Policía Nacional; por lo demás, la discrecionalidad de Alfredo Stroessner en esta cuestión hizo que un allegado suyo, por así decirlo, ejerciera el cargo en los departamentos de Guairá y Caazapá, en forma simultánea. Tanto fue el fervor que en 1992 generó la idea de descentralizar que comerciantes e industriales de Amambay, que tenía solo tres municipios, llegaron a proponer que nuestro país sea un Estado federal, como el Brasil.

Y bien, el resultado fue insignificante, comparado hasta con lo que pretendían quienes no habían sido tan ambiciosos: el Paraguay sigue siendo un Estado unitario, pese a la creación del Gobierno departamental, ejercido por un gobernador y por una Junta, ambos de elección popular. Más aún, sus facultades son tan escasas que las diecisiete Gobernaciones solo han servido, sobre todo, para la malversación y el prebendarismo desaforados, en perjuicio directo del fisco y de la población: los recientes casos registrados en cuatro departamentos –Central, Guairá, Canindeyú y Caazapá– con relación a los fondos transferidos para la reactivación tras la pandemia, son muestras suficientes de la podredumbre que afecta a estas entidades, también caracterizadas por la administración corrupta de los recursos del Fondo Nacional de Inversión Pública y Desarrollo (Fonacide).

La penosa experiencia enseña que, en general, los 17 gobernadores y los 185 concejales departamentales no han sido hasta hoy más que una pesada carga para la ciudadanía, que solo toma nota de su existencia a la hora de votar cada cinco años o cuando estalla un escándalo mayúsculo, que afectará de hecho a los contribuyentes de todo el país. En efecto, los Gobiernos departamentales carecen de autarquía, dado que no recaudan tributos exclusivos y sus Presupuestos integran el nacional, pudiendo ser modificados por el Congreso y el Poder Ejecutivo. Solo disponen de recursos provenientes del Gobierno nacional, de las municipalidades de sus respectivos territorios, del Fonacide y de los “royalties” y las compensaciones en razón del territorio inundado por las represas de Itaipú y Yacyretá, transferidos por el Ministerio de Hacienda. A propósito, el 80% de estos últimos ingresos debe destinarse por ley a gastos de capital, mientras que el resto puede usarse en gastos corrientes ligados directamente a las inversiones: ¿verifica la Contraloría General de la República, regularmente, el cumplimiento de esta sensata disposición?

Los graves desmanejos administrativos, por decir lo menos, son atribuibles no solo a la falta de control institucional, sino también a que la población no está bien enterada de para qué sirven los Gobiernos departamentales, cuyas escasas atribuciones se superponen con las de los municipales, en materia de almuerzo y merienda escolares, así como de infraestructura educativa. ¿Sabe la gente que deben preparar un Plan de Desarrollo Departamental a ser coordinado con el nacional, “organizar los (inexistentes) servicios departamentales comunes”, integrar los Consejos de Desarrollo Departamental o coordinar su acción con la del Gobierno central, “primordialmente en el ámbito de la salud y en el de la educación”, o sea, en dos áreas tan importantes como desastrosas.

Tal como funciona para mal de todos, este nivel político-administrativo no se ha justificado en lo más mínimo: apenas sirve para algo más que crear cargos en beneficio de los dirigentes del interior del país y de sus respectivas clientelas, aparte de dar ocasión para el desvío impune de fondos de origen externo. Son un engaño, un malgasto constante que los gobernadores y los concejales recién electos deben tratar de enmendar, empezando al menos por resistir la tentación de quedarse con el dinero público, a menudo en complicidad con el sector privado, por así llamarlo. No es mucho pedir, mientras las normas constitucionales pertinentes sigan en vigencia en su versión original, que por suerte prohíbe la reelección del gobernador, el mismo que “representa al Poder Ejecutivo en la ejecución de la política nacional”, créase o no. Ellas no impiden, por cierto, que el Ministerio Público y la judicatura actúen en todo momento para mandar a la cárcel a los delincuentes que integren un Gobierno departamental.

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