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El 45,9%, casi la mitad, de la actividad económica paraguaya de 2022 se realizó en el sector informal, según el estudio “Economía subterránea: algo tenemos que hacer”, de la organización civil ProDesarrollo, que monitorea el fenómeno desde el 2015. En términos monetarios, el estudio estima que el año pasado se movieron 22.019 millones de dólares en el mercado negro, una cifra exorbitante para el Paraguay, 50% superior a la totalidad del presupuesto público central y descentralizado, seis veces mayor que el total de las recaudaciones tributarias y aduaneras, el doble del valor de todas las exportaciones nacionales. En vez de disminuir, la informalidad creció en relación con el año anterior y prácticamente volvió a alcanzar el pico máximo del peor momento de la pandemia. Por muchos motivos, esta es una muy mala noticia para el país.
La generalizada informalidad es una característica común de los países pobres, y no es casualidad. Aunque a menudo, en el corto plazo y en primera instancia, la gente suele saltarse las normas para ahorrarse costos, la realidad es que, como regla, las unidades económicas informales son mucho menos productivas y mucho menos rentables que las formales. Eso tiene que ver con un conjunto de factores, entre ellos el acceso al crédito en mejores condiciones, pero, sobre todo, las licencias, los títulos de propiedad y una mayor seguridad jurídica, algo intangible, pero sumamente importante para el proceso de acumulación de capital para la reinversión y el ingreso a economías de escala. Por eso las empresas informales normalmente son o unipersonales o muy pequeñas, nacen tan pronto como mueren, no tienen suficiente sostenibilidad, sus ingresos apenas alcanzan para el día a día.
Otro efecto de la informalidad como profundizador de la pobreza es que los trabajadores informales, sean empleados, cuentapropistas o microempresarios, no aportan a la seguridad social. En lo inmediato esto puede resultar en un aparente alivio para los más pobres, al no tener que desprenderse de parte de sus escasos ingresos para aportar. Sin embargo, a largo plazo es una seria complicación, porque ese segmento normalmente no tiene capacidad de ahorro, en muchos casos ni siquiera para hacerse de una vivienda propia con título. Llegará el momento en que ya no estén en edad de trabajar, no tendrán ninguna fuente de subsistencia y se convertirán, a su vez, en una carga económica para sus familias.
En el Paraguay esta situación se extiende también a un amplio sector de las capas medias, lo que se refleja en que apenas poco más del 20% de la fuerza laboral está afiliada a algún sistema previsional. Este no solamente es un serio problema futuro para los trabajadores informales, sino una grave amenaza para el prospecto económico del país. De acuerdo con algunos análisis demográficos, dentro de 20 años habrá por lo menos 2.500.000 personas en edad de retiro sin jubilación. Ello representa un enorme peso potencial sobre el Estado, es decir, sobre los contribuyentes. Para tener una idea, solo para asignarle la mitad de un sueldo mínimo a cada uno se requerirían más de 5.000 millones de dólares al año, cinco veces más que el actual presupuesto del Ministerio de Salud Pública.
La informalidad, desde luego, impacta en las recaudaciones fiscales y en finanzas públicas. Ello tiene un triple efecto negativo. Por un lado, provoca desequilibrios macroeconómicos que se vuelven en contra de la gente en términos de suba del tipo de cambio, inflación, caída de la inversión y del crecimiento. Por el otro, limita la capacidad estatal de responder a las necesidades de la ciudadanía. Y, por el otro, hace recaer injusta y desproporcionadamente todo el peso del mantenimiento del Estado sobre el sector formal. Una muestra de ello es que la “presión tributaria”, que es la relación simple de los ingresos tributarios con el Producto Interno Bruto, es del 10 o 13% según el tipo de medición. En cambio, la “carga tributaria”, que es lo que pagan efectivamente los contribuyentes a partir de sus declaraciones en el Sistema Marangatu, es del 25% de sus utilidades en promedio.
Finalmente, la informalidad es un gran caldo de cultivo para la criminalidad y la inseguridad que, contrariamente a lo que a veces se piensa, afecta más a los más pobres, que residen en lugares más alejados e inseguros y tienen menos capacidad de defenderse de los maleantes. La razón de fondo es que en el mercado negro tiene mayor ventaja competitiva no necesariamente el más eficiente, sino el más fuerte, el más prepotente, el más despiadado, el más dispuesto a violar la ley en perjuicio de terceros, o directamente de recurrir al robo y la violencia para alcanzar sus objetivos. Esto se da en todos los niveles en distintos grados, desde el más pequeño hasta el crimen organizado.
A la gente le resulta difícil escapar a la informalidad, porque la mayoría de la población económicamente activa no tiene suficientes ofertas de empleo formal y no puede esperar hasta conseguirlo para procurarse ingresos. Romper el círculo vicioso es tarea de los gobernantes y de los legisladores, que tienen que dejar de lado la demagogia y crear incentivos correctos para promover el cumplimiento de la ley y generar condiciones para una sociedad más justa, más equilibrada, más próspera y más pacífica.