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En el sistema democrático, los Gobiernos se suceden mediante elecciones periódicas, en las que compiten candidatos y organizaciones políticas de diversas tendencias, ajustándose a ciertos procedimientos previstos en la legislación vigente. Si es así, puede afirmarse que ese pacífico mecanismo de selección, que responde al principio de que el poder político se funda en el consentimiento mayoritario de los ciudadanos, se halla consolidado en el Paraguay de hoy. No se trata de un logro menor, tras una larga dictadura en la que los comicios eran una verdadera farsa; los del último domingo fueron libres y limpios, de modo que la administración de Santiago Peña tendrá una indudable legitimidad de origen.
Le aguarda una dura faena, dados los graves quebrantos que sufre el país en diversos ámbitos, entre los que descuellan la salud y la educación públicas, así como la seguridad interna. Deberá enfrentarlos con inteligencia y coraje, para lo cual será imperioso que combata ciertos vicios arraigados en la función pública, como la corruptela, el prebendarismo y la simple ineptitud. En otros términos, podrá tener las mejores intenciones, pero no es mucho lo que podrá hacer por el país si no cuenta con un aparato estatal más eficiente y menos costoso. Para ello, el nuevo jefe del Poder Ejecutivo debería potenciar la Secretaría de la Función Pública, dependiente de la Presidencia de la República y encargada, entre otras cosas, de formular la política de recursos humanos y de velar por el imperio de la Ley N° 1626/00, objeto de múltiples acciones de inconstitucionalidad y violada una y otra vez, sobre todo en lo que atañe a los contratados y a los concursos públicos de oposición.
Pero, sobre todo, es necesario que impulse con energía la tan demorada reforma del Estado, promovida tibiamente por el actual Gobierno y hasta hoy paralizada en el Congreso. Es intolerable que, mientras aumenta el déficit fiscal, el 90% de los ingresos ordinarios se destine al pago de gastos rígidos y que las inversiones físicas no lleguen tan siquiera al 14% del Presupuesto de la administración central, por obra y gracia de la corrupción, del derroche y del personal superfluo, instalado en 412 entidades públicas, incluidas las departamentales y municipales.
Más allá de las ganas de fomentar el clientelismo, está muy difundida la opinión de que crear un organismo conduce automáticamente a solucionar un problema o a satisfacer una necesidad: lo demostraron los candidatos del FG al proponer la creación de un Ministerio del Transporte, que se sumaría a los diecisiete ministerios existentes y supondría aumentar el número de “servidores públicos”, que hoy llega a unos 340.000; en realidad, lo que conviene es suprimir o fusionar una serie de organismos, cuya proliferación hace que sea difícil coordinarlos y que se superpongan funciones, con la consiguiente evasión de responsabilidades.
Reducir el tamaño del Estado no le restará eficiencia y ahorrará costos, incluso porque así se verá facilitados los trabajos de la Contraloría General de la República, de la Dirección Nacional de Contrataciones Públicas, de la Secretaría Nacional Anticorrupción o hasta del Ministerio Público. La cada vez más urgente reforma del Estado debe ser emprendida de consuno por los Poderes Ejecutivo y Legislativo, aunque ello suponga “traicionar” a la clientela, cuyos intereses sectoriales son incompatibles con los de la ciudadanía: tendrán que optar, pues, entre el bien común y el de quienes, en general, no se distinguen en absoluto por su buen desempeño. En octubre del año pasado, el Poder Ejecutivo presentó el proyecto de ley “De la Función Pública y la Carrera del Servicio Civil”, en el marco de la Agenda de Transformación del Estado, que también incluye la nueva Ley de Suministros y Contrataciones Públicas. Entre los principios rectores de la iniciativa en carpeta figuran la eficacia, la igualdad de oportunidades y el mérito, siendo presumible que ellos no se oponen a los sustentados en la materia por el presidente de la República y los legisladores recién electos.
En 2020, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo propusieron al Gobierno diversas medidas para reducir la fragmentación institucional, mejorar la coordinación y reforzar el control, pero “los avances hacia su implementación fueron lentos e insuficientes, incluso en la discusión de proyectos enviados al Parlamento”, según dijo hace un año el jefe de la misión técnica del Fondo, Mauricio Villafuerte; señaló también que el porcentaje del gasto público paraguayo en “servicios personales” era el mayor de Latinoamérica, pues llegaba al 74% de los ingresos tributarios, lo que implica que no resta mucho para las inversiones.
Los datos consignados deben merecer la atención de quienes han sido elegidos para atender el interés general. Como encargado de la administración general del país, el próximo presidente de la República hará bien en impulsar, con el apoyo del Congreso, una reforma del Estado que le permita contar con un instrumento idóneo para promover el bienestar de la población, sin incurrir en paternalismos. Santiago Peña tendrá que cumplir y hacer cumplir las leyes dictadas en consecuencia, para que la reforma se haga realidad y no se convierta en agua de borrajas. Como fue ministro de Hacienda, es de suponer que no ignora nada de lo antedicho; por ende, solo se espera que tenga el valor y la sabiduría de hacer lo que se debe, para honrar la confianza en él depositada.