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La ley electoral intentó inútilmente establecer períodos dedicados al proselitismo y períodos de veda del mismo en cuanto a las campañas electorales de los partidos, movimientos o candidaturas personales con miras a elecciones posteriores. De esta manera la ley pretendió preservar la tranquilidad de la población frente a la polución sonora y visual de la propaganda política y electoral y permitir en cambio, en homenaje a la libertad y la democracia, momentos de máxima exposición de la oferta electoral en los cuales, hasta si se quiere, se produce una agresión innecesaria a la sociedad.
Como si fuese poco, la ley expropió arbitrariamente también espacios en los medios de comunicación privados para destinarlos “equitativamente” a las candidaturas electorales. Estos espacios son prácticamente ignorados por los propios interesados, por la absoluta inutilidad de los mismos para los fines propagandísticos.
Estamos en plena época electoral y en período permitido para la propaganda de las candidaturas, motivo más que suficiente para justificar la invasión que estamos soportando de avisos, anuncios y guerra de acusaciones dispersas, la mayoría de ellas medias verdades, además de supuestos resultados de encuestas que dan generalmente como ganadores a todos los candidatos.
En la democracia, es un requisito ineludible la publicidad de las ofertas electorales y la confrontación de las propuestas ofrecidas a los electores a través de distintos medios, única forma práctica de conocer cómo piensan los candidatos, qué opinan los demás de sus proyectos y, con la ayuda de los medios de comunicación y de las redes sociales, cuáles son sus antecedentes. Concurrir bien informado a las mesas de votación ayuda a realizar una buena elección.
Ocurre, sin embargo, que en nuestro país las ofertas electorales se han reducido a pequeños pero constantes mensajes de promesas puntuales, la mayoría de las cuales está fuera del contexto que no solamente las ignora, sino niega la realidad palpable y de fácil demostración para cualquiera capaz de mirar a los costados y, con más razón, de quienes tienen acceso a los archivos recientes.
Nada de debate entre las propuestas, nada de análisis de contenido ni de confrontaciones sobre la viabilidad de las ofertas o aplicación de los métodos planteados, mucho menos discusiones abiertas de tinte ideológico, doctrinario y programático, como para ayudar al electorado a informarse mejor y luego tomar sus decisiones.
Es decir, las campañas electorales para las elecciones generales próximas, inclusive las anteriores, están conducidas de manera totalmente contraria a la razón de ser de las mismas. Las candidaturas ya no buscan convencer, por medio del diálogo y la dialéctica, al electorado, llegando a él con sus propuestas. Solo buscan engañarlo con técnicas de manipulación, presiones por los favores recibidos, control de medios y elementos de difusión, falacias que buscan crear sensaciones de victoria anticipada, para posicionar falsamente a los candidatos en lugares privilegiados.
Es de público conocimiento que parte de las campañas electorales suelen estar financiadas por el narcotráfico, el contrabando y la corrupción estatal, orígenes que, sin embargo, no son suficientes para quienes tienen en sus manos las riendas del poder. Estos cuentan con la ventaja de permanecer varias décadas bajo la tutela del Estado, lo que les permite utilizar los recursos estatales como propaganda política y electoral al mismo tiempo, práctica, no obstante, común en el juego democrático, aunque con limitaciones razonables en los países serios.
El problema en nuestro país es que el proselitismo se ha convertido en un paisaje común, en una práctica constante, en “un deber” de los altos funcionarios o de legisladores, que creen –o les hace creer– que gozan de privilegiado perfil para el liderazgo político. Es así como las escasas inversiones públicas se destinan, sin criterio ni planificación alguna, a cumplir con los compromisos asumidos por los precandidatos con sus clientelas partidarias y no para satisfacer la necesidad común ni el interés general de la sociedad.
Se realizan obras, se hacen nombramientos, se comprometen adquisiciones o contratos para las zonas de influencia de tales o cuales dirigentes locales o zonales a cambio del compromiso de apoyarlos en las próximas elecciones. De esta forma, los líderes políticos oficialistas impulsan soluciones superficiales a problemas complejos a cambio de lealtades futuras, todo a costa del erario, de los aportes de contribuyentes y de la marginación de grandes sectores de la sociedad de probables beneficios del Estado. Se trata de una podrida práctica política destructiva que termina perjudicando inclusive a quienes reciben los supuestos beneficios del proselitismo mentiroso, disfrazado de “acciones rápidas” para soluciones puntuales de candidaturas prematuras que buscan reemplazar la confrontación de propuestas, el debate y tapar la, generalmente, limitada capacidad para el liderazgo.