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El Instituto Nacional de Estadística acaba de publicar los resultados de la última Encuesta Permanente de Hogares (EPH) sobre la evolución de la pobreza en el país con un dato alarmante. Si bien la pobreza en general se mantuvo estable en torno a un cuarto de la población, e incluso experimentó un leve descenso, la pobreza extrema pegó un salto de casi 50% en un solo año, del 3,9% en 2021 al 5,6% en 2022, lo que equivale a aproximadamente unas 400.000 personas, u 80.000 familias. Más que nunca es necesario revisar y refocalizar los amplios y costosos programas existentes de asistencia estatal directa, que evidentemente se están desviando de sus propósitos esenciales y no están llegando a quienes imperiosamente más lo necesitan.
La “pobreza monetaria” se mide por los ingresos del hogar divididos por el número de sus miembros, y por la capacidad de adquirir con esos ingresos una canasta básica de consumo y una canasta básica de alimentos. Estas canastas se elaboran mediante encuestas paralelas que toman en cuenta los hábitos de las familias típicas paraguayas. La canasta de consumo incluye comestibles, bebidas no alcohólicas y otros bienes y servicios de primera necesidad, mientras que la canasta de alimentos incluye lo mínimo necesario para cubrir las necesidades calóricas de una persona. A los efectos de la última EPH, ya con el ajuste de la inflación, el precio de la canasta básica de consumo se estableció en 825.000 guaraníes por mes por persona en áreas urbanas y 597.000 guaraníes por mes por persona en áreas rurales, y el de la canasta básica de alimentos, en 346.000 y 316.000 guaraníes por mes por persona, respectivamente. En las áreas rurales se computan como ingresos los cultivos de subsistencia.
Con estas variables monetarias, son pobres las personas cuyos ingresos familiares per cápita no les alcanzan para una canasta básica de consumo y, dentro de este grupo, son pobres extremos, o indigentes, los que no llegan a cubrir ni siquiera una canasta básica de alimentos. Los datos que acaban de divulgarse indican que, a fines de 2022, la pobreza total afectaba al 24,7% de la población, un porcentaje ligeramente inferior al 26,9% de fines de 2021. Recientemente se incorporó también al sistema estadístico el concepto de “pobreza multidimensional”, que combina factores cualitativos sobre calidad de vida, según lo cual la pobreza total fue del 20,76% en 2021, por lo que se puede afirmar con alguna certeza que uno de cada cuatro o cinco habitantes del Paraguay es pobre, dependiendo de la metodología utilizada para la medición.
Al margen de ello, es muy importante la distinción entre pobreza y pobreza extrema, entre otras razones, porque el tipo de políticas públicas para hacer frente a una y a otra son diferentes, o deberían serlo.
La pobreza es un fenómeno estructural que tiene que ver con una multiplicidad de factores, entre ellos la calidad de la educación, el acceso a la salud y a otros servicios públicos, el crecimiento económico, la estabilidad macroeconómica y hasta las características culturales. El combate a la pobreza es una tarea a largo plazo. Depende de que se generen condiciones e incentivos para crear oportunidades y para que los pobres puedan aprovecharlas y así elevar su nivel de vida, y en no poca medida depende también del individuo, no solo del Estado. En Paraguay, de hecho, ha habido una paulatina, pero relativamente constante reducción de la pobreza desde principios de la década del 2000, cuando se ubicaba por encima del 40%.
La pobreza extrema, sin embargo, es distinta. Para combatirla necesariamente se requiere una intervención fuerte del Estado con transferencias directas de subsidios, porque las personas que están en esta situación, como, por ejemplo, ciertas comunidades indígenas, pobladores de zonas rurales muy alejadas y aisladas, grupos muy marginales en los cordones urbanos, sin ninguna educación, degradados por la desnutrición, las enfermedades, las adicciones, por lo general carecen de las aptitudes más elementales para prosperar por sí mismas, incluso para conseguir changas muy sencillas, prácticamente lo único que pueden hacer es mendigar. Y es aquí precisamente donde se presentan grandes contradicciones que sugieren que el esfuerzo que hacen los contribuyentes para ayudar a sus compatriotas menos favorecidos no se está canalizando correctamente. En el Paraguay existen costosos programas diseñados para atacar el problema, como Tekoporã, Tekoha, Tenonderã, Asistencia a Pescadores, el Proyecto de Apoyo a Comedores Comunitarios, el Programa de Asistencia Alimentaria a Adultos Mayores y el Programa Abrazo, para niños de la calle.
Solamente Tekoporã y Adultos Mayores tienen 485.000 beneficiarios y para este año un presupuesto de 370 millones de dólares. Con ese dinero se le podría dar un sueldo mínimo por mes a cada una de las 80.000 familias indigentes del país. Y no es todo. El monto asignado en el Presupuesto 2023 para “promoción y acción social” es de 900 millones de dólares, y si se le suma educación, salud y seguridad social, el Estado paraguayo destina a “servicios sociales” más de 6.000 millones de dólares al año.
¿Cómo puede ser, entonces, que crezca la pobreza extrema? Es obvio que esos programas están mal focalizados, perforados por la dispersión, los desvíos a grupos que no son los más pobres, el manejo prebendario, la ineficiencia, el alto costo de la burocracia y la corrupción.