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Si la esclavitud es la falta de libertad de un ser humano –por estar sometido bajo dominio y servidumbre a otro– bien podría decirse que la ciudadanía paraguaya es esclava de algunos mal llamados transportistas públicos que ofrecen un servicio que ni es público ni es transporte. Unos 216.000 millones de guaraníes –alrededor de 30 millones de dólares al año– les chorrea de arriba con absoluta certeza a empresarios del sector, presten o no el servicio, ya que el negocio está más que acabadamente consumado y, a juzgar por lo que se sabe, desde febrero pasado sin control ni auditoría alguna.
Pese a haber presupuestado más de 4 millones de dólares –unos 28.800.000.000 de guaraníes– para montar un inexistente centro de monitoreo del servicio, la prestación no funciona con eficiencia y goza de serios indicios de estafa al erario público. Recibir pagos de los contribuyentes sin contraprestación, o peor aún, falseando datos, pasando reiteradamente por las máquinas validadoras tarjetas de inexistentes pasajeros para cobrarle luego al Estado paraguayo, es un delito de acción penal que amerita por lo menos indagaciones del Ministerio Público.
Ya no es viacrucis aquello a lo cual está sometida la ciudadanía. Es directamente convivir forzadamente dentro de una esclavitud en las más oprobiosas condiciones de vida y trabajo. Y en ese alcázar de supremacía de algunos empresarios transportistas, he aquí que un ciudadano filmó la depredación en vivo y en directo: un chofer pasó una tarjeta por el validador al menos unas 50 veces en aproximadamente 60 minutos. De acuerdo al contrato existente con el Estado, por cada vez que un ciudadano pasa esa tarjeta por una de las máquinas, todo el pueblo paraguayo paga la mitad de ese pasaje, tanto si es un bus convencional como uno diferencial. Esas 50 veces que pasó el chofer la tarjeta por el validador, equivale a un dinero seguro que irá a parar a la cuenta del empresario del transporte sin haber movido un dedo. Las ganancias aparecerán en su cuenta bancaria, sin que nadie lo controle, sin que nadie le discuta y a veces –la mayoría– en pago anticipado por un servicio fantasma.
En doce años de libar las mieles dulces del subsidio, el gobierno de Mario Abdo Benítez es el que más ha desembolsado en este concepto; la proporción ha crecido hasta tres veces más y el servicio continúa igual de deplorable y con un lucro desmedido sin compasión de los usuarios. Según comunicado realizado ayer por uno de los grupos empresariales, la flota de transporte ha caído en un 46% desde el 2020. ¿Cómo es posible que con la mitad de unidades al servicio de la gente el subsidio haya trepado tres veces más, aún contemplando las variaciones en insumos? Los pagos son anticipados –contra cualquier criterio de buenas prácticas administrativas– y se ha llegado al punto de que el Estado ayudó hasta a comprar y/o financiar muchos de los buses en la creencia de que se ofrecería un buen servicio.
A la hora de la verdad, la realidad es otra. Y es tan diametralmente opuesta que un eterno dirigente gremial del rubro como César Ruiz Díaz, a las 2:50 de la madrugada del 12 de febrero de este año, pidió que quienes pelean por pasajes liberados para gente con discapacidad “dejen de mentir y vayan todos a sus casas”. Pese a la montaña de privilegios que gozan, aseveró que “solamente los ciegos y un acompañante gozan de la exoneración en el pago de pasajes”. Serviles a sus amos, pletóricos y soberbios por el poder ganado a costa del sudor ciudadano, viven la fresca viruta del dinero seguro sin un atisbo de conciencia social.
Si bien no puede acusarse a todos los empresarios del transporte por igual –algunos se esfuerzan por cumplir– cabe el interrogatorio sobre el papel que juega, en este maquiavélico esquema, el actual viceministro de Transporte, Víctor Sánchez. Reticente a hablar, debatir y publicar datos que deberían ser de acceso público, se entretiene con los juegos del poder. La daga más pesada sobre su cabeza tiene que ver con que no funciona el centro de monitoreo que permitiría saber el flujo de pasajeros, la cantidad, y facilitaría una auditoría permanente y en tiempo real que podría evitar los abusos y garantizar el juego limpio de ambas partes del negocio.
La pregunta que más indigna es ¿de qué manera el gobierno de Mario Abdo Benítez controla que se paguen subsidios sobre pasajes realmente utilizados por los ciudadanos? Las operadoras son dos: Epas SA (tarjeta Jaha) y TDP SA (Más), de Cetrapam y Álvaro Wasmosy, respectivamente. Jaha tiene el 70% del mercado, justamente propiedad de las empresas transportistas.
De ninguna manera, esa es la urticante respuesta a la mencionada pregunta. El 20 de febrero pasado –ha pasado más de un mes desde entonces– nuestro diario confirmaba que el Centro de Control y Monitoreo del Billetaje Electrónico tiene un componente clave sin funcionar: no pueden hacer auditoría de la prestación del servicio en tiempo real. No existen los módulos. Pese a que hace tres años funciona el billetaje electrónico –planteado como la panacea para la problemática del transporte público– la realidad es absolutamente otra.
La adjudicación realizada en el 2019 tras una licitación pública por casi US$ 4 millones no está. En ese entonces fue contratado el consorcio Electronic Ticket Control (ETC), representado legalmente por Ángela Marien Ocampos Ortega y conformado por la Empresa Ejecutiva de Inversiones Plan SA (representada por Rogelio Franco Dávalos) y V SAT SA (José Tomás Insfrán Rivarola). Este aspecto es ni más ni menos que la médula para definir la tarifa técnica del pasaje y el monto que debería pagar el Estado a los transportistas. Ante esta displicencia, y absoluta negligencia rayana casi en la rapacidad, dan derecho a las sospechas de una deliberada falencia que está permitiendo un negociado de proporciones descomunales, con un servicio paupérrimo y ganancias seguras.
También ha pasado un mes del día en el que el director de Contrataciones Públicas, Pablo Seitz, había anunciado una investigación de oficio. Se desconocen los resultados, por lo menos no se han hecho públicos. Así las cosas, estamos en presencia de un contubernio –o cuando menos una negligencia cuasicriminal– que atenta contra ciudadanos que deben vivir como esclavos de un inservible sistema de transporte público. Sin metrobús, sin tren de cercanías, sin avenidas ni rutas que comuniquen, solo cabe una definición para la ciudadanía de a pie que sale cada día en búsqueda de dignidad a través del trabajo y conocimiento a través del estudio: atrapados, y sin salida, pero con feroces fortunas nacidas al amparo del negocio del mal llamado transporte público.