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Una de las muestras más claras de la distinción entre paraguayos de primera y de segunda es la que existe entre los “servidores públicos” y quienes se ganan el pan trabajando, es decir, quienes los sustentan con el pago directo o indirecto de impuestos. Aparte de adquirir la estabilidad en el cargo a los dos años y de tener los ingresos más altos entre los del continente en términos relativos, sin considerar los de origen ilícito, los envidiables funcionarios gozan de unos costosos seguros médicos privados, también a expensas de los contribuyentes; en cambio, la población está expuesta a las vicisitudes económicas y, en su gran mayoría, ni siquiera está asegurada en el desastroso Instituto de Previsión Social: debe resignarse a acudir a centros sanitarios públicos aún peores, corriendo el serio riesgo de no hallar remedios, ni camas ni especialistas, pero sí a veces el maltrato por acción u omisión del personal de blanco.
Los alumbramientos ocurridos en circunstancias indignantes en el piso de los pasillos del Hospital Nacional de Itauguá (HNI) y del Distrital de Hernandarias, quedando así expuestos a infecciones, dan cuenta de la gravísima desatención que pueden sufrir los pacientes por parte de la dirección y del plantel de blanco: en el primero, la gestante no fue admitida en la sala de partos, y cuando al fin acudieron los médicos para recoger al bebé, lo hicieron sin guantes; en el segundo, ante la falta de una silla de ruedas disponible, una adolescente tuvo que caminar con su madre hasta la sala de partos, donde no se hallaba ningún profesional.
Sin duda alguna hay médicos y enfermeras abnegados, pero es evidente que no son pocos los que han perdido la sensibilidad necesaria, si alguna vez la tuvieron, para atender con el debido esmero a quienes requieren sus cuidados. Es presumible que, como la gran mayoría del funcionariado, no fueron incorporados tras un concurso público de oposición; en todo caso, las aptitudes requeridas no deben limitarse a los conocimientos teóricos, pues también hace falta sentir en verdad la vocación de velar por la salud ajena con el mayor denuedo: no brindar auxilio inmediato a una mujer a punto de dar a luz implica una falta propia de personas negligentes o sin compasión, que nunca debieron haber sido nombradas o contratadas. Es inconcebible que en el HNI no exista personal que tenga que atender con presteza a quien llega con una situación de extrema urgencia, y que en el de Hernandarias no exista una silla de ruedas o una camilla para un caso similar.
Si las desgracias referidas ocurrieron en uno de los principales nosocomios de referencia del país y en otro de una ciudad de cierta importancia, es presumible que en los centros de salud se sucedan, cada día, hechos tanto o más funestos, que revelan el pésimo estado del sistema nacional de salud. Las bien conocidas carencias sanitarias del Alto Paraguay no son inusitadas: el año pasado, un chipero llegó a pedir ayuda a la población, a través de la prensa, para costear el combustible de la ambulancia que debía trasladar a su esposa hasta el Hospital Regional de Saltos del Guairá, pues en el Distrital de Curuguaty solo podía ser operada tras ser habilitado el quirófano, un mes más tarde; hace unos días, familiares de pacientes del Hospital Distrital de San Juan Nepomuceno denunciaron las inmundicias de sus baños públicos y las basuras hospitalarias en los pasillos, ante lo cual el director Bernardo García se excusó con la falta de personal de servicio. Qué mejor radiografía que estos episodios para retratar la situación de la salud pública en el Paraguay.
En su gran mayoría, los pacientes de la sanidad pública y sus familiares soportan penurias en estoico silencio, pero las quejas manifestadas son suficientes para concluir que el derecho a la salud es violado a diario en todo el país, ante el silencio de quienes ocupan cargos electivos, de la Defensoría del Pueblo y, no por último, de los inoperantes Consejos Locales de Salud, que administran “fondos de equidad” para complementar los presupuestarios de las regiones sanitarias. De hecho, el Paraguay vive en un estado de emergencia sanitaria permanente, debido a la corrupción, la desidia y la ineficiencia pura y dura. Puede decirse que el Ministerio competente no controla de cerca la gestión de los hospitales y centros de salud; si lo hiciera, no habrían acaecido, probablemente, los sucesos tan penosos antes mencionados, que han motivado la pronta intervención de agentes fiscales. Situaciones como estas merecen una investigación a fondo. Hasta el momento solamente fue imputada la enfermera Gabriela Yaffar, en el caso del HNI. ¿Y los directores de ambos hospitales involucrados? ¿Y los médicos que fueron alertados por la citada enfermera, dónde estaban? Acá no se trata solamente de una responsabilidad individual, como para que todo termine con un chivo expiatorio. Los responsables de esas instituciones no deben seguir en el cargo.
Quienes se ven forzados a recurrir a la sanidad pública deben ser asistidos con toda corrección, algo ignorado impunemente, con suma frecuencia; en muchos casos son manoseados como si fueran una molestia y no unas personas dolientes, gestantes o recién nacidas que tienen derecho a ser tratadas con respeto y diligencia. La señora Rossana Villar, cuyo bebé se halla en terapia intensiva, dijo que fueron tratados “peor que un perro”. Es necesario que esta clase de barbaridades acaben y que todos los habitantes –los “comunes”, como los denominó el exdiputado liberal Carlos Portillo– sean atendidos con la diligencia y la premura que requieren, aunque carezcan de un seguro VIP.