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En los últimos años, la drogadicción se ha vuelto un grave problema de salud pública que afecta, sobre todo, a jóvenes y adolescentes de los centros urbanos. Esas vidas destrozadas a temprana edad, que hasta pueden observarse en las calles, dan testimonio de que el Paraguay ya no es solo un país de tránsito y producción de drogas ilícitas, sino también uno en donde su consumo habitual se está extendiendo cada vez más, debido a la insuficiencia de las medidas preventivas y represivas de los organismos estatales, sin mencionar las rehabilitadoras, dada su casi inexistencia. La rehabilitación, que requiere un tratamiento de tres a ocho meses, solo es posible en institutos privados y cuesta alrededor de ocho millones de guaraníes mensuales, impagables para la enorme mayoría de quienes la necesitan.
A la toxicomanía no se le presta aún la atención debida, incluso por parte de la propia sociedad civil, aunque el fenómeno ya esté alcanzando dimensiones alarmantes. La urgencia del adecuado tratamiento de esta aguda cuestión social resulta hoy más innegable que nunca, dada la expansión de la oferta y de la demanda de crack, marihuana, cocaína y drogas sintéticas. Al menos en Asunción, se los puede hallar “en cualquier esquina”, al decir de un joven consumidor y distribuidor, dato compatible con que pueden encontrarse en los 63 barrios, según la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad), la que agrega que lo mismo ocurre en todo el departamento Central. Como se ve, la situación es gravísima, y tendría que ver también con la alarmante proliferación de crímenes de todo tipo que abruma a los habitantes.
La expansión del “narcomenudeo” llegó hasta a las escuelas y a los colegios, lo que hizo que el Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) haya creado en 2016 un “circuito de atención ante el consumo y/o presencia de drogas en instituciones educativas”. Aún se ignoran sus resultados oficiales, pero todo indica que al menos los extraoficiales son paupérrimos. Lo mismo cabe decir de los resultados del impresionante Convenio de Cooperación para Prevención y Reducción del Consumo de Drogas en Adolescentes y Jóvenes, suscrito en 2019 por tres ministerios y la Secretaría Nacional Antidrogas, en un solemne acto realizado en la residencia presidencial: un documento engañabobos para hacer creer que la cuestión era atendida con suma seriedad. Siendo mejor prevenir que curar, es necesario que los alumnos sean informados regularmente de los efectos de la drogadicción, en especial de los del “crack”, el estupefaciente más barato y nocivo, derivado de la cocaína: tiene un efecto inmediato, genera una pronta adicción y provoca daños cerebrales irreversibles.
A la ministra de la Niñez y la Adolescencia, Teresa Martínez, firmante del estéril convenio antes citado, le inquieta que el “microtráfico” esté ampliando su clientela entre los más jóvenes, hasta el punto de que habría estudiantes que venden drogas en sus propios colegios, algo que el MEC ya había advertido hace seis años. Su ministerio tiene un solo “hogar”, siempre colmado, que puede atender durante un mes a treinta niños adictos a las drogas, cuyos padres también suelen serlo, aparte de estar implicados en el fatal “negocio”. Si la quiebra de la estructura familiar es una de las causas del consumo, parece que tampoco las familias intactas garantizan la abstinencia, si están sumidas en la miseria.
El enfoque global de esta problemática incluye, desde luego, la represión del “narcomenudeo”. Entre abril de 2018 y septiembre de 2022, la Senad habría incautado 35 toneladas de marihuana, 105 kilos de cocaína, 350 unidades de la droga sintética LSD y apenas 9 kilos de crack, el estupefaciente más popular que, por lo visto, circula sin interferencias notables, aunque los centros de distribución sean conocidos. Por su parte, el Ministerio Público habría obtenido el año pasado la condena de 447 narcotraficantes, en su mayoría adictos y, por supuesto, pocos “peces gordos”. Según el agente fiscal Marcos Alcaraz, la cifra es insuficiente, pero también sostiene, con toda razón, que el Estado debe dar una respuesta integral, para que no siga siendo más que “una trituradora de personas”.
En síntesis, las medidas preventivas, rehabilitadoras y represivas, ejecutadas con los recursos humanos y materiales disponibles, deben combinarse y los organismos competentes coordinar sus acciones, si no se quiere admitir que un vendedor de cocaína estuvo en lo cierto al afirmar que el microtráfico es “un tema que no va a acabar nunca: es demasiado grande ya”. Algo hay que hacer para revertir esta tremenda situación.