Permanencia de Antonio Fretes en la CSJ es una afrenta al decoro

Resulta difícil de entender que un hombre público que ocupa un alto cargo, que trae aparejado otro de igual tenor, pueda sentirse enfermo para ocupar uno de ellos al punto de obligarle a pedir permiso, mientras permanece tranquilamente en el otro. Y resulta sospechosa esta actitud –que además es consentida por sus pares, nada menos que miembros de la Corte Suprema de Justicia– cuando se da en el marco de un gran escándalo que le roza a raíz de un vínculo familiar, lo que produce la sensación de que tal permiso es al solo efecto de escurrir el bulto. Tal es el caso que afecta al ministro de la Corte Antonio Fretes.

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Resulta difícil de entender que un hombre público que ocupa un alto cargo, que trae aparejado otro de igual tenor, pueda sentirse enfermo para ocupar uno de ellos al punto de obligarle a pedir permiso, mientras permanece tranquilamente en el otro. Y resulta sospechosa esta actitud –que además es consentida por sus pares, nada menos que miembros de la Corte Suprema de Justicia: Alberto Martínez Simón, Manuel Ramírez Candia, César Diesel, César Garay, Luis María Benítez Riera, Eugenio Giménez Rolón, Carolina Llanes y Víctor Ríos– cuando se da en el marco de un gran escándalo que le roza a raíz de un vínculo familiar, lo que produce la sensación de que tal permiso es al solo efecto de escurrir el bulto.

Como la mujer del César, un magistrado no solo debe ser honesto, sino también parecerlo, porque su conducta reprochable, por alguna razón, siempre afecta la imagen del Poder Judicial. Por eso, para la Ley N° 6814/21 implica un mal desempeño de sus funciones que cometa actos u omisiones que constituyen inmoralidad en su vida pública o privada y sean lesivas a su investidura, mientras que la Acordada N° 1597/21 califica como faltas leves que incurra en actos que ofendan el decoro de la Administración de Justicia fuera del cumplimiento de sus funciones.

Vale la pena recordar también que la norma del Código de Ética Judicial relativa al “decoro” y a la “imagen” dice, entre otras cosas, que el juez debe “omitir toda conducta que pudiera implicar el uso del cargo que ejerce para beneficio propio o de sus familiares, para defender intereses particulares o para efectuar un tráfico de influencias”. Cuando está en juego la figura del presidente de la Corte Suprema de Justicia, que ocupaba Antonio Fretes, la respetabilidad de la judicatura también es dañada por las actuaciones “profesionales” de sus allegados, que puedan constituir la comisión de un delito, sobre todo cuando están vinculadas con decisiones a ser tomadas por la máxima autoridad judicial.

En otras palabras, el ministro Antonio Fretes resulta directamente afectado por el contrato suscrito por su hijo, el abogado Amílcar Alfredo Fretes, para impedir, a cambio de 380.000 dólares, la extradición a los Estados Unidos de un presunto delincuente, mediante el tráfico de influencias, según fuertes indicios que salieron a la luz pública. Aunque no haya tenido noticias del acuerdo, es que su concertación lo arrastre al fango y con él a todo un Poder del Estado. Estremece constatar que el vástago del presidente de la máxima autoridad judicial haya intentado valerse de tal condición para frustrar la extradición de alguien que habría lavado dinero, un delito cuyo castigo mucho interesa a la comunidad internacional.

Paralelamente, saltan hechos que involucran a otro hijo del ministro, Asdrúbal Antonio Fretes, quien aparece como presunto propietario de una casa de crédito, “Ahoraité”, y accionista de otra empresa, “Río Salado”. En la constitución de esta última sociedad también aparece su pareja, Adriana Florentín Oliver, llamativamente relatora de la Corte. Ambas empresas no fueron declaradas, despertaron alarmas y son objeto de investigación, según el viceministro de Tributación, Óscar Orué, y el titular de la Secretaría de Prevención de Lavado de Dinero o Bienes (Seprelad), René Fernández. Esas actividades podrían involucrar delitos de evasión de impuestos, enriquecimiento ilícito, lavado de dinero y asociación criminal, según los funcionarios.

No es insensato suponer que el abogado Fretes haya protagonizado otrora hechos similares, que permanecieron ocultos, aprovechando el puesto ocupado por su padre. Un mínimo sentido de la decencia tendría que haber inducido al ministro Fretes a renunciar a su condición de tal; pidió tiempo para pensar en ello, pero terminó solicitando solo un permiso, concedido por sus pares, para dejar por “motivos de salud” y por tiempo indefinido la presidencia del órgano que ensombrece. Lo seguirá integrando, pues, pese a las protestas generalizadas y hasta las implícitas de los ministros Alberto Martínez Simón y Carolina Llanes: el primero dijo que, en su lugar, él hubiera dimitido, y la segunda reveló que le pidieron “un paso al costado por lo que toda esta situación genera a la recuperación de la imagen del Poder Judicial”. Esto significa que ya no debería ejercer el cargo por atentar contra la majestad de la justicia, pero habrá que soportarlo porque él así lo quiere.

El personaje no tuvo la dignidad de renunciar, pero sí la desvergüenza de alegar una supuesta dolencia, que solo le impediría presidir la suprema instancia judicial, pero no así seguir juzgando como si nada hubiera ocurrido. Dado que el permiso le fue otorgado por tiempo indefinido, podría volver al cargo en cuanto llegara a “sanar”, algo que bien podría ocurrir mañana mismo. La absurda situación planteada implica burlarse de la ciudadanía y exhibir una catadura moral incompatible con el señorío que debe demostrar un magistrado.

Según el Código antes citado, entre los valores más representativos de la magistratura judicial figuran la dignidad y el decoro. Es evidente que el ministro Fretes no se destaca en absoluto por respetarlos, sino más bien por ignorarlos sin disimulo. El mero hecho de que continúe en la máxima autoridad judicial supone una afrenta a la nación y a las personas de bien en particular.

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