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Es de pública notoriedad que el sistema penitenciario nacional es simplemente desastroso: no sirve para proteger a la sociedad ni para readaptar a los reclusos. En 18 abarrotadas prisiones para adultos del país, que reúnen en un mismo sitio a los detenidos y a los condenados, se cometen, planean y encargan delitos en forma continua ante la impotencia o la complicidad de los directores y de los guardiacárceles. Tan podrido está todo que escaparse no requiere un esfuerzo considerable, como se deduce del último grotesco episodio, protagonizado por 35 internos de la Penitenciaría Regional de Misiones, que se fugaron a plena luz del día, tras someter a los guardias y trepar un muro perimetral. Este muro ni siquiera tenía vigías que pudieran detectar lo que estaba ocurriendo. Hasta ayer, habían sido recapturados 28. Se trata del mayor escape desde el 19 de enero de 2020, cuando 76 internos salieron por un túnel de la prisión de Pedro Juan Caballero.
El ministro de Justicia, Édgar Olmedo, que al asumir el cargo confesó que no tenía experiencia en materia de seguridad –es de desear que haya adquirido algo en esta ocasión–, dispuso, como suele ocurrir, la intervención de la penitenciaría misionera y la separación de cargo de su director Virgilio Valenzuela. Pero los antecedentes indican que es muy probable que estas medidas sean tan inútiles como las tomadas cuando en otras cárceles ocurrieron hechos similares. El ministro demostró una deslumbrante lucidez al admitir la hipótesis de que los fugados hayan contado con el apoyo de sus custodios y al enfatizar que habían planeado la operación durante algún tiempo. Además, creyó oportuno calmar a la población, informándole que todas las prisiones se hallan en “alerta máxima” para impedir que la historia se repita. A ello se suma –también como es habitual– que la fiscala general del Estado, Sandra Quiñónez, conformó un “equipo de trabajo”, integrado por cuatro agentes fiscales, para “investigar las circunstancias de la fuga” masiva, de modo que los paraguayos tendrían que estar satisfechos: los organismos competentes han actuado con la celeridad debida. Solo que los resultados que permitan impedir hechos similares suelen brillar por su ausencia.
En efecto, lamentablemente, la experiencia enseña que, más temprano que tarde, un gran escape o un nuevo motín carcelario volverán a llamar la atención sobre la inutilidad de las disposiciones tomadas, al solo efecto de dar la impresión de que algo concreto se hace para impedir que se reiteren hechos tan indignantes. Mientras la ineptitud y la corrupción sigan distinguiendo al personal penitenciario, varias cárceles estarán de hecho en manos del crimen organizado, en especial del Primer Comando da Capital (PCC) y del Clan Rotela (CR): el primero, al que pertenecían los fugados el último domingo, cuenta con 1.027 “soldados” en seis prisiones, en tanto que el segundo con 3.735, en diez; el número total de internos es de unos 16.000, hacinados en condiciones inhumanas, salvo los que adquieren el estatus de “Vips”, a cambio de su dinero sucio.
Las dos organizaciones citadas se disputan el control del tráfico de drogas dentro y fuera de los reclusorios, a vista y paciencia de sus autoridades que, por lo demás, siguen permitiendo el uso de teléfonos móviles para encargar asesinatos, haciendo oídos sordos al comandante de la Policía Nacional, Gilberto Fleitas. A fines de 2015, la Cámara de Apelaciones confirmó la condena de dos años de cárcel, con suspensión de la ejecución, impuesta el exdirector de la Penitenciaría Nacional de Tacumbú, Julio Acevedo Haurón, por no haber impedido que dos menores fueran allí violadas. El mismo ahora está encarcelado por narcotráfico. Así como están las cosas, tendrían que ser muchos más los exdirectores condenados por delitos en el ejercicio del cargo, cometidos por acción u omisión: uno de ellos –cerrar los ojos ante el control de las prisiones por parte del crimen organizado– es una muestra elocuente del calamitoso estado del sistema penitenciario, que no habrá de remediarse solo con ampliar las instalaciones: también hace falta que el personal sea competente y tan honesto como para poder resistir el soborno de las agrupaciones criminales.
En las condiciones actuales, las cárceles son universidades del delito y lugar para reclutar “soldados”. Son “territorios liberados” para la delincuencia, mientras los ministro de Justicia y los funcionarios responsables hacen la vista gorda, hasta que estalla un nuevo escándalo y hacen como si fueran a limpiar la casa. Es hora de tomar esta cuestión con la seriedad que merece.