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Son frecuentes las denuncias de llamadas telefónicas extorsivas realizadas desde las cárceles, a las que se suman las que encargan asesinatos, muchas veces como ajustes de cuentas en el submundo del narcotráfico. Conste que el Código de Ejecución Penal, promulgado en 2014, reitera que a los internos les está prohibida la tenencia de aparatos de comunicación vedados por los reglamentos, entre los que figuran los teléfonos móviles; su posesión implica una infracción especialmente grave, castigada con el aislamiento en celda individual de hasta treinta días, la revocación de permisos y salidas transitorias, o el traslado a otro establecimiento.
En aquel mismo año, el Congreso sancionó una “ley que establece la localización, bloqueo y control de las comunicaciones ilegales en los centros de ejecución de penas y medidas”. La iniciativa, que no preveía los fondos necesarios para el bloqueo y control, fue vetada por el Poder Ejecutivo, porque habría implicado una intromisión del Congreso en un asunto administrativo, ya regulado en forma genérica en el código antes citado. Como consuelo, la entonces viceministra de Política Criminal, Carla Bacigalupo, anunció la compra de “aparatos inhibidores”, porque los instalados diez años antes, a un costo de 400 millones de guaraníes, nunca funcionaron. Sin embargo, en 2008, el entonces ministro de Justicia y Trabajo y hoy senador Blas Llano (PLRA) había dicho que los instalados en la penitenciaría de Tacumbú funcionaban “al 100%”. Si los nuevos aparatos anunciados fueron adquiridos, nunca entraron en servicio. Además de su alto precio, se alegó que el espectro del bloqueo afectaría a los vecinos de las prisiones, como la referida, situada en un barrio populoso de Asunción. Como siempre, muchas leyes y reglamentos, muchos trámites, muchos gastos, muchas excusas y, por supuesto, nulos resultados. Este es el Paraguay que tenemos, que, por supuesto, hace las delicias de los criminales. Normas, instituciones y autoridades inútiles.
En 2019, el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicación (Mitic), el Ministerio de Justicia y la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel) conformaron una “mesa interinstitucional” para hallar “soluciones técnicas” que permitan, en el marco legal vigente, el bloqueo de los telefonazos delictivos provenientes de los lugares de reclusión. Sus voceros dijeron que las darían “muy pronto”, con la cooperación de las operadoras de telefonía móvil, para que mejore la seguridad, sin afectar al vecindario de las penitenciarías. Pasaron tres años y no se tienen noticias de que dichas “soluciones técnicas” hayan sido halladas ni, mucho menos, aplicadas; se sabe sí que en 2020, la ministra de Justicia Cecilia Pérez –hoy asesora de seguridad de la Presidencia de la República– dijo que “esos aparatos son bastante caros; no tenemos presupuesto para comprar eso”. Si es así, urge que el Ministerio lo tenga, pues resulta intolerable, por ejemplo, que desde las cárceles se ordenen asesinatos, como los cuatro simultáneos encargados en octubre de 2021 por un tal Faustino Aguayo. En tal contexto, la ministra se refirió a “la eterna lucha contra los teléfonos celulares, que están prohibidos”. El último episodio consistió en los decomisos hechos en seis celdas de la prisión de Tacumbú, tras el asesinato del agente fiscal Marcelo Pecci: sus ocupantes estarían ligados al narcotráfico.
Es increíble que existan tantas excusas y pase tanto tiempo para solucionar un problema que no sería tan complicado si existiera la voluntad real de parte de las autoridades. El bloqueo de la señal resulta la medida más efectiva para impedir que se siga delinquiendo desde una penitenciaría. Por ello, es deplorable que aún no se haya aplicado esa decisión que contribuiría a impedir la comisión de graves hechos punibles, poniendo fin al absurdo de que las penas privativas de libertad no cumplan con su propósito de proteger a la sociedad, aunque los delincuentes estén entre rejas.
Han pasado ocho años desde el veto presidencial antes referido y la cuestión ha empeorado, debido a la desidia más que a la falta de dinero. Es tan obvio que las prisiones no deben convertirse en centros de comando del crimen organizado, que parece superfluo insistir en que se hagan los arreglos apropiados para impedirlo. Es que con este aparato estatal nunca está de más señalar lo evidente.
A fines de abril, el comandante de la Policía Nacional, comisario general Gilberto Fleitas, se quejó con toda razón de la “impunidad” en las penitenciarías, tan ligada a la corrupción allí imperante: la relacionó con el aumento de los casos de sicariato, en el marco de disputas por el control del mercado de drogas ilícitas. Para cortar los vínculos entre los mafiosos de uno y otro lado de sus muros, se impone renovar cuanto antes la iniciativa de localizar, bloquear y controlar las comunicaciones ilegales, para que la población no sufra al menos el acoso de los delincuentes encerrados entre cuatro paredes por sus malas acciones anteriores. Ya tiene bastante con los que están sueltos.