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En 1982, el narco de todos los narcos, Pablo Emilio Escobar Gaviria, también llegó a convertirse en diputado ante el Congreso de Colombia. De la mano del Movimiento de Renovación Liberal junto con el Movimiento Alternativa Popular, se embanderó en campañas sociales que ejecutaba en barrios vulnerables: Civismo en Marcha, o Medellín sin tugurios, fueron algunos de sus programas. Y esta exposición pública de una especie de Papá Noel tropical que inauguraba canchas de fútbol, regalaba barrios enteros, iglesias, ataúdes, hospitales, centros deportivos y culturales, ¡deslumbraba a los votantes! Para los beneficiados con tales “ayudas” no era muy importante preguntarse de dónde salía tanto dinero.
El “patrón del mal” colombiano tuvo a su país inmerso en una cruenta guerra entre 1970 y 1990, casi 20 años con atentados y asesinatos de civiles. Ese hombre que de día hacía generosos aportes a los ciudadanos, en la oscuridad tomaba las decisiones más cruentas: atentar contra un avión y matar 110 personas, descuartizar contrincantes, torturar y asesinar a los que delataban sus negocios. Se lo sindica como responsable de 623 atentados terroristas, asesinatos de cientos de policías, unas 200 bombas y estiman que unas 5.500 muertes. Cuando el 2 de diciembre de 1993 cayó abatido en un tejado de Medellín, muchos colombianos celebraron como el final de una auténtica guerra.
El recordatorio viene a colación por los últimos sucesos que estremecen violentamente a la República del Paraguay mientras estamos cursando un año electoral, camino a elecciones de nuevas autoridades nacionales en el 2023, con internas simultáneas este año. El asesinato del fiscal Marcelo Pecci y el último atentado contra el intendente de Pedro Juan Caballero José Carlos Acevedo nos ponen una vez más ante la realidad de los meros discursos y actitudes y la verdadera intención de combatir el crimen organizado, dando la impresión de que quienes deben poner freno a las estructuras delictivas en verdad forman parte de ellas. Así, los malvivientes y sus padrinos han cruzado el umbral y están consumando magnicidios. A la vuelta de cualquier esquina espera una bala asesina: el terror tiene culpables.
En estos momentos de miedo y de acciones decisivas para combatir lo que azota a nuestra República, la pregunta que debiéramos plantearnos como nación es: ¿cuántos Pablo Escobar más vamos a permitir que se sienten en los tronos del poder como próximas autoridades del Paraguay? ¿Cuántos partidos políticos, movimientos y alianzas ya están alentando precandidaturas afines al narcotráfico, el lavado de dinero y el crimen organizado? ¿Cuántos partidos y movimientos están conviviendo desde hace tiempo con intendentes, gobernadores, diputados, senadores y otros cargos electivos, varios de ellos hombres y mujeres procesados e imputados como elementos que coquetean con criminales de diversa índole?
Una reunión de abril pasado entre Seprelad y Justicia Electoral pasó casi desapercibida; en ella, el titular de la Dirección Especializada de Fiscalización de Financiamiento Político del Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE), Christian Ruiz Díaz, dijo que ese encuentro era con miras a las elecciones nacionales y sus internas simultáneas: “Retomamos los trabajos de coordinación con la Seprelad, para presentar cómo hemos avanzado con las labores de prevención de uso de dinero de dudosa procedencia y evitar las acciones de lavado de activos en campañas electorales” (las negritas son nuestras).
El enunciado de Ruiz Díaz es altruista pero en las últimas elecciones nacionales –y en las últimas municipales– la ley existente no dio indicios de atajar la circulación de plata sucia, el financiamiento de los narcos (y hasta la elección de algunos de sus simpatizantes). Menos aún atajó el derroche de dinero sin control que corrió en el mismo día de las votaciones, aquel preciso instante en que la logística y la operativa deciden hacia qué candidatos se vuelca una elección.
A falta de una ley, Paraguay tiene todo un Código Electoral, modificado varias veces conforme a las necesidades. Además, existe una ley que regula el financiamiento político. Aun así, las últimas elecciones municipales confirmaron que no sirven a los efectos del control y trazabilidad del dinero que alimenta a sospechosas candidaturas. Una de las más grandes inquietudes fue la expresada por Marta Ferrara, directora ejecutiva de Semillas para la Democracia: la ley no traza el dinero ilegal, solo puede seguir el dinero legal. Y se sabe, dinero sucio es lo que abunda últimamente en campañas electorales en Paraguay.
Como simple muestra basta recordar que Horacio Cartes no ha aparecido como aportante en la campaña municipal del Partido Colorado, sin embargo, ha sido el propio presidente quien en repetidas oportunidades declaró que aporta de su peculio personal para las candidaturas de su partido. Y, en una ocasión, admitió que financia hasta a un candidato opositor, “uno que corre rally”. Así de simple.
Paraguay no conoce de ningún condenado por violación de la ley electoral. No existen prácticamente antecedentes de castigos para ordenadores de gastos ni mucho menos sanciones para quienes no declaren cómo se ejecutó el dinero; no se sabe de ninguna investigación concluyente del Ministerio Público hacia aquellos candidatos que ostentan campañas con un dinero cuyos orígenes no pueden explicarlo. Un informe de la Justicia Electoral sobre rendiciones de cuentas de los comicios del 2013 muestra que las documentaciones presentadas por los partidos tenían bastantes observaciones… pero ninguna llegó a una conclusión.
Los últimos graves crímenes nos deben hacer entender que nos vamos hacia el abismo y hay que poner un freno. Es ahora o nunca. De las decisiones que se tomen en este trecho que nos queda hasta las internas partidarias simultáneas dependerá qué clase de democracia queremos vivir. Una donde impere la ley, donde podamos vivir sin miedo a morir a la vuelta de cualquier esquina… o una donde los amos sean los Pablo Escobar del Paraguay.