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El Congreso sancionó una ley que desvirtúa la norma constitucional que obliga a quienes ejercen la función pública a prestar una declaración jurada de bienes y rentas tras asumir el cargo y otra luego de abandonarlo. Es obvio que deben ajustarse a la verdad, para que al cotejarlas sea posible constatar si el declarante cometió o no el hecho punible de enriquecimiento ilícito. Si los errores u omisiones que contengan no fueran sancionados, las manifestaciones hechas bajo juramento serían meras formalidades, sin importancia alguna. Tal sería la consecuencia si quien cobra remuneraciones permanentes del Estado pudiera “efectuar en cualquier momento las rectificaciones que crea convenientes”, aunque las inexactitudes hayan sido dolosas, según puede entenderse de la ley aprobada. Para que no quepan dudas, la cláusula deroga la última parte del art. 14 de la Ley N° 5033/13, según la cual la Contraloría General de la República debe denunciar al Ministerio Público o a la autoridad jurisdiccional los indicios de que los errores u omisiones fueron dolosos.
En momentos en que el Paraguay hace agua por todos lados debido a la corrupción de muchos funcionarios, legisladores y políticos influyentes, sancionar una ley de esta naturaleza es una invitación muy fuerte para que el país se vaya desangrando aún más y sin pausa, por la tolerancia que se tiene con los sinvergüenzas.
La declaración jurada falsa –castigada con hasta cinco años de cárcel si fue dolosa o en caso contrario con hasta un año o con multa– queda despenalizada para quienes ocupan u ocuparon un cargo público. Como las leyes penales tienen efecto retroactivo si son más favorables al encausado o condenado, lo dispuesto beneficiaría al diputado Miguel Cuevas (ANR), al senador Javier Zacarías Irún (ANR) y a su esposa Sandra McLeod, hoy procesados también por ese hecho punible: rectificaron sus respectivas declaraciones solo después de que sus falsedades hayan sido descubiertas. Asimismo, el diputado Erico Galeano (ANR) y el exjefe de Estado Horacio Cartes, aún no encausados. En 2018, el primero “olvidó” incluir en su declaración jurada once cuentas bancarias y cinco inmuebles, uno de los cuales vendió dos años después a un prófugo del Operativo A Ultranza Py; el segundo, ante inminentes publicaciones de prensa, admitió en 2021 que desde hacía una década tenía en Panamá una firma de portafolio, no revelada a la Contraloría por un ¡”error involuntario”! Lo habitual es corregir para incorporar bienes “olvidados”, pero en 2020 el diputado Basilio “Bachi” Núñez (ANR) borró varias fincas consignadas en 2018, quizá por no poder explicar su origen.
Lo resuelto en mala hora por el Poder Legislativo apunta a la impunidad, tanto como la aún no resuelta excepción de inconstitucionalidad planteada hace dos años por el matrimonio Zacarías Irún-McLeod contra el art. 243 del Código Penal relativo al hecho punible en cuestión: violaría la norma constitucional, según la cual nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo. Si la Corte Suprema de Justicia hiciera lugar al temerario planteamiento, incurriría en el absurdo de afirmar tácitamente la inconstitucionalidad del art. 104 de la Carta Magna. Con toda evidencia, se pretende hacer muy difícil constatar no solo el enriquecimiento ilícito, resultado de la corrupción desenfrenada, sino también el lavado de dinero derivado de dicha fechoría o de otras paralelas, como el tráfico de influencias, de narcóticos y de cigarrillos de contrabando. Los malhechores quieren tener carta blanca, no solo de hecho, sino también de derecho: están bien representados, sobre todo en la Cámara Baja.
La aberrante aspiración no es nueva, pues el 15 de junio de 2020, EL PODER EJECUTIVO YA VETÓ ÍNTEGRAMENTE UNA INICIATIVA SIMILAR, que sostenía que la responsabilidad emergente de las declaraciones juradas ante la Contraloría era “de carácter netamente administrativo”. El Decreto N° 3708 señaló que ello “afectaría el principio de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, sean estos servidores públicos o no, y enervaría la actuación del Ministerio Público y de los órganos jurisdiccionales”. Además, sostuvo que atenta contra el interés general de robustecer la publicidad y que, en vez de convalidar las declaraciones juradas aunque tengan errores u omisiones, lo atinado es que la Contraloría optimice el procedimiento que asegure tanto la transparencia como el derecho a la defensa del declarante, y fije parámetros objetivos para advertir un error que le sea imputable. Terminó sosteniendo que los gobernantes deben promover la responsabilidad y el combate a la corrupción, es decir que vulnera la Ley Suprema toda legislación que se oponga a estos fines, atenúe los efectos jurídicos de los deberes de los servidores públicos y dificulte la intervención judicial.
La coherencia exige, pues, que el Jefe de Estado objete este renovado intento de despenalizar un delito que apunta a encubrir otros. Más que nunca, urge frenar la desfachatez legislativa: los impresentables del Congreso y sus respectivas clientelas, distribuidas en todo el aparato estatal, no deben salirse con la suya. Impedirlo servirá también para contrarrestar los lazos entre el crimen organizado y sus agentes infiltrados en las instituciones: si no son detectados como tales, al menos podrían ser perseguidos por haber presentado una declaración jurada falsa, al no poder justificar la cuantía de su patrimonio.
La lucha contra la corrupción debe librarse en varios frentes, cumpliendo y haciendo cumplir las leyes; si hay que alterarlas, que sea para reforzarlas y no para convertir en letra muerta un precepto constitucional.