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Una nación puede estar sometida no solo a una potencia extranjera, sino también a poderes fácticos situados por encima de las leyes, hasta el punto de que sus agentes controlen el Estado, pervirtiendo sus instituciones. El Paraguay puede servir de ejemplo, si es cierto que las suyas, como dijo su presidente Mario Abdo Benítez en 2020, han sido permeadas por el crimen organizado. Coincidió así con lo afirmado por el vicepresidente –entonces diputado– Hugo Velázquez seis años antes, luego de que la senatorial Comisión de Lucha contra el Narcotráfico haya denunciado los lazos mafiosos de los diputados Marcial Lezcano, Bernardo Villalba y Freddy D’Ecclesiis, así como los de Magdaleno Silva y del suplente Carlos Sánchez (estos dos últimos hoy fallecidos), y de la “parlasuriana” Concepción Cubas de Villaalta.
Ya en dicha ocasión, el entonces senador Mario Abdo Benítez sostuvo lo que repetiría más tarde, aunque esperaba que el Ministerio Público de la época, dirigido por el hoy procesado Javier Díaz Verón, haga su trabajo. Habrá sufrido una decepción, pues la denuncia asumida por la Cámara Alta no tuvo consecuencias penales, tanto que hoy Villalba es senador suplente y D’Ecclesiis sigue siendo diputado. Es de agradecer que este último, al igual que su colega Ulises Quintana, procesado por un presunto delito vinculado con el narcotráfico, no haya tenido el descaro de asistir a la sesión en que la Cámara Baja rindió un minuto de silencio a la memoria del agente fiscal Marcelo Pecci; sí lo tuvieron, en cambio, Cristina Villalba –allegada al narcotraficante que mandó matar a nuestro corresponsal Pablo Medina– y Erico Galeano, mencionado en el marco del Operativo “A Ultranza Py”, en el que el asesinado en Cartagena actuó como coadyuvante.
Vale recordar estos hechos para subrayar que no se exagera al sostener que el Paraguay necesita independizarse del crimen organizado. El propio jefe del Poder Ejecutivo ha dicho más de una vez que este mal está metido en todas las instituciones, y reiterados hechos, que van desde el lavado de dinero hasta el sicariato en auge, pasando por el contrabando de cigarrillos y otros productos, y el embarque de toneladas de cocaína destinadas a Europa, revelan la profundidad y amplitud de su inserción, pues se los ha venido perpetrando casi sin interferencias. Liberarse de sus garras no será tan fácil ni tan incruento como la gesta de 1811. Habrá que detectar a los infiltrados en los organismos estatales y, en especial, en los de seguridad: tal como están las cosas, ¿acaso se podría confiar plenamente en la Policía Nacional y en la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad)? Numerosos agentes estarían a sueldo de los narcotraficantes y otros sucumbirían ante un soborno puntual. En el Poder Judicial y en el Ministerio Público ocurriría lo mismo, sin que ello implique, desde luego, que estén totalmente contaminados. Marcelo Pecci fue ultimado porque no estaba al servicio de la mafia, la que creyó preciso lanzar un claro mensaje a quienes pretendan interferir en sus multimillonarios negocios sucios.
La batalla contra el crimen organizado requiere no solo honestidad, sino también coraje, lo que no exime al Estado del deber de brindar protección policial a los agentes fiscales: hoy no la tienen, a diferencia de los parlamentarios, que no están precisamente en la primera línea y que con frecuencia legislan contra los intereses del país. Además, hace falta un trabajo de inteligencia para obtener datos que sirvan para depurar el aparato estatal y descubrir a los criminales. Quienes encargaron el asesinato que ha conmovido al país estuvieron bien informados acerca del viaje de la víctima, lo que sugiere la buena ubicación de sus fuentes. Como la mafia no respeta fronteras, la lucha contra ella requiere la cooperación internacional, puesta a prueba ahora mismo: Estados Unidos y Colombia tienen una amplia experiencia en la materia, que debe ser aprovechada, más que nunca, tras el reto planteado. Salvo excepciones, el crimen organizado solo venía matando a uno de los suyos, en el marco de conflictos por espacios de poder; en todo caso, nunca antes había atentado contra un agente estatal tan importante, dedicado a enfrentarlo. Arrojó un guante a la cara del Estado, que debe responder al desafío empleando su fuerza legítima si no quiere acabar por convertirse definitivamente en un narcoestado.
Los dichos del presidente y del vicepresidente de la República, antes citados, fueron alarmantes, pero no tanto como para que la ciudadanía advirtiera la extrema gravedad de la situación. Como la sangre de un compatriota, derramada en Cartagena, es más concreta que la afirmación de que todas las instituciones están permeadas por la mafia, cabe confiar ahora en que el pueblo abra los ojos y se dé cuenta de que están en juego el presente y el futuro de la República legada hace 211 años. Enfrentar con firmeza a esa delincuencia de marca mayor supone defender su dignidad, así como la vida, la libertad y los bienes de quienes habitan este país, menos castigado por las catástrofes naturales que por los conocidos vicios que pueden arrojarlo al basurero. El pundonor exige reaccionar de una vez por todas, con la ley y las armas en la mano, a fin de impedir que los criminales se enseñoreen del Paraguay, convirtiéndolo en el epicentro del narcotráfico en el Cono Sur.