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Según el propio Instituto de Previsión Social (IPS), su misión consiste en “otorgar las prestaciones del seguro social con calidad y calidez, mediante la excelencia en la gestión de los recursos, para el bienestar de sus beneficiarios”. Se trata de una broma de mal gusto, dado que se distingue por prestar un pésimo servicio. Resulta que la corrupción, la desidia y la ineficiencia allí reinantes, que lo convierten en una de las peores entidades públicas del país, pueden poner en serio riesgo nada menos que la vida de los asegurados.
El descuento obligatorio del 9% de su salario es retribuido hasta con el maltrato a los pacientes y a los familiares que los acompañan o los visitan en unas instalaciones que se hallan en deplorable estado. Ya antes de ser atendidos el día fijado para meses después de haber pedido turno, los enfermos aguardan durante horas en atestados pasillos, mientras sus parientes muchas veces se resignan a esperar a la intemperie. Aparte de que una intervención quirúrgica puede ser programada hasta para seis meses más tarde, como si la salud afectada no hubiera de empeorar en dicho lapso, los médicos especialistas son insuficientes. El Centro de Salud Mental solo tiene tres para atender unas 8.500 consultas pediátricas al año. A ello se suma que en enero faltaba el 10% de los 5.000 medicamentos e insumos que el parque sanitario debe tener siempre, para que los asegurados no deban recurrir a sus propios bolsillos. El jefe de Logística de Suministros de Salud, Juan José Sánchez, dio el consuelo de que los procesos licitatorios estaban en la etapa final, lo que implica que no se iniciaron a tiempo. La “tercerización” de estudios de resonancia magnética aumenta los costos operativos y, naturalmente, se presta a contrataciones fraudulentas, lo que hizo que la Asociación Médica del IPS llamara a “extirpar ese tumor maligno”: el Consejo de Administración.
En efecto, la responsabilidad por la desastrosa gestión de siempre recae hoy no solo sobre el presidente del órgano, Vicente Bataglia, sino también sobre los representantes ministeriales (Ricardo Oviedo y Ludia Silvera), de los empleadores (Miguel Doldán), de los trabajadores aportantes (Gustavo Arias) y de los pensionados y jubilados (Roberto Brítez); hace de síndico Francisco González, funcionario de la Contraloría General de la República. Y bien, puede entenderse –sin justificarlo– que los funcionarios del Poder Ejecutivo sean indolentes e insensatos en el ejercicio de sus funciones, por decir lo menos, pero no así que los otros también lo sean a la hora de precautelar los intereses de sus representados y de fijar las prioridades institucionales. Desde luego, esto no es nada nuevo, como tampoco lo es el silencio de las organizaciones patronales y sindicales ante las calamidades que sus representantes perpetran o consienten. En otras palabras, también ellas son responsables por callarse ante las acciones u omisiones de quienes deben velar por el derecho de los aportantes a que su dinero no sea malversado ni derrochado.
Vale insistir en que la historia del IPS registra una indignante colusión entre autoridades de los sectores público y privado, fundada en la corruptela o en la cobardía, y causante del largo catálogo de carencias que afectan la salud de los indefensos asegurados, entre las que también se halla, por ejemplo, que en la ciudad de Paraguarí hay una sola ambulancia para atender a 35.000 asegurados regionales. No obstante, el presidente y los consejeros han creído oportuno destinar 8.000 millones de guaraníes a la “readecuación y reorganización de tramos viales y peatonales en el predio del Hospital Central”, así como 22.387 millones de guaraníes a la compra, la ampliación y el mantenimiento de equipos de videovigilancia. Por si esto fuera poco, están previstos 46.094 millones para contar con un nuevo servicio de seguridad privada. La Dirección Nacional de Contrataciones Públicas sugirió detener la evaluación de las ofertas licitatorias por haberse objetado el pliego de bases y condiciones, pero el IPS sigue empeñado en contratar a los cuatro oferentes, uno por cada lote licitado. Y, como no es de extrañar, entre ellos figura una firma ligada a Óscar Chamorro Lafarja, un viejo amigo de la casa, cuyos negros antecedentes son de sobra conocidos.
El Consejo de Administración se muestra más diligente para remodelar el sitio de estacionamiento de los vehículos de los directores y jefes médicos del Hospital Central que para dar cobijo a los enfermos y sus parientes, más dinámico en materia de seguridad que en la adquisición de fármacos e insumos. Su presidente, el citado Vicente Bataglia, cree que la seguridad es “crucial” para los casi 200 establecimientos del país; según parece, el plantel médico y el parque sanitario no lo serían tanto. Para peor, tiene el descaro de sostener que ¡los asegurados deben aumentar sus aportes si quieren mejores servicios!, como si la corrupción, la negligencia y la irracionalidad campantes fueran minucias incorregibles que deberían aceptar: este señor se burla de la moral y del buen sentido, con la complicidad de los consejeros. Ya tendrían que estar en sus casas o en algún otro lugar menos acogedor si la Contraloría General de la República y el Ministerio Público cumplieran con sus respectivas obligaciones.