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Todavía faltan siete meses para las internas partidarias, un año para las elecciones nacionales y quince meses para que asuma la nueva administración. Es mucho tiempo para poner al país en stand-by o, peor aún, para adoptar posiciones y medidas cortoplacistas y demagógicas que pueden beneficiar o simpatizar a ciertos grupos de presión, pero que van en contra del interés general. Hay varios de estos grandes temas, pero hay uno que se destaca particularmente por sobre el resto y debería ser puesto al margen del juego electoral: la sostenibilidad fiscal.
Las finanzas públicas están en el momento más crítico y peligroso de la historia reciente. Aunque hubo momentos muy complicados durante la etapa democrática en que se estuvo al borde de la cesación de pagos, nunca en los últimos decenios el país había estado tan endeudado y con un déficit tan alto y crónico en las cuentas estatales.
Después de los convulsionados años noventa, con las tristemente recordadas crisis financieras, políticas y económicas de aquella década, el país había logrado estabilizarse con una combinación de disciplina macroeconómica y varios buenos ciclos impulsados por altos precios internacionales de los commodities agrícolas.
Gracias a ello se consiguió la tan preciada conjunción de crecimiento sostenido, estabilidad y bajos costos, lo que distinguió a Paraguay en la región, lo hizo merecedor de elogios y admiración y lo convirtió en un lugar confiable y prometedor para los negocios y los proyectos productivos. Se multiplicaron las inversiones nacionales y extranjeras, subieron las recaudaciones, se mantuvieron el tipo de cambio y los precios internos, mejoraron la cantidad y la calidad del empleo, lo que a su vez generó una caída constante de la pobreza, que pasó del 40,5% de la población en 1997 al 23,5% en el período prepandemia, así como también de la desigualdad medida por el coeficiente de Gini, que pasó de 0,57 a 0,43.
Lamentablemente, no se aprovechó la época de vacas gordas para hacer reformas que consolidaran y profundizaran los fundamentos de aquella bonanza, aumentaran la productividad de la economía, generaran ahorros para cuando llegaran las épocas malas y abordaran los grandes desafíos de largo plazo en el camino al desarrollo. Al contrario, se dispararon el gasto público y el endeudamiento estatal sin una contraprestación equivalente de servicios a la ciudadanía. La deuda pública pasó del 10% al 35% del PIB en los dos últimos gobiernos y este es el décimo año consecutivo de saldo rojo acumulado, con el agravante de que desde 2019 se viene superando largamente el tope establecido en la ley de responsabilidad fiscal, incluyendo un salto sin precedentes debido a la pandemia. Supuestamente se iba a implementar un cronograma de convergencia para volver a una situación de relativo equilibrio en 2024, pero todo indica que no se va a cumplir, con un Presupuesto ya totalmente desbordado para este ejercicio y presiones para subsidios y aumentos salariales que el Estado no está en condiciones de atender.
Las consecuencias ya son notorias e impactan directa y duramente en el bolsillo y en la calidad de vida de las familias, con una inflación que comienza a ser galopante, que ya alcanzó los dos dígitos, que afecta más a los que menos tienen y que llega al 17% en alimentos, que es en lo que proporcionalmente más gastan los más pobres. Basta mirar a nuestros vecinos para tener una idea de a dónde nos puede llevar esta tendencia, y los políticos que aspiran a administrar el país deberían tenerlo muy en cuenta, porque es a ellos a quienes les va a explotar la bomba en las manos.
Probablemente ilusorio es pretender que se lleven adelante en este período las muy necesarias reformas estructurales para buscarles soluciones de fondo a estos problemas, por lo menos que no se tomen decisiones irresponsables que los agraven aún más y los terminen de llevar a un definitivo punto de no retorno.