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Las escandalosas corruptelas que frecuentemente sacuden a las inservibles Gobernaciones departamentales y la escasa repercusión que han tenido estas instituciones en sus respectivas jurisdicciones permiten preguntar si la gente se daría cuenta si las mismas desaparecieran de repente. Probablemente no.
Haciendo un poco de historia, una de las ideas fuerza de la reforma constitucional de 1992 fue la descentralización, esto es, el traspaso de competencias y de recursos desde el Gobierno nacional a un mando de nivel político-administrativo inferior. Tanto fue así que las “fuerzas vivas” del Amambay, que tenía solo tres municipios, llegaron a proponer que el Paraguay sea un Estado federal, como el gran país vecino. No se llegó hasta ese punto, ni mucho menos, pues el nuestro sigue siendo un Estado unitario, pese a la novedad de los Gobiernos departamentales: resulta que sus atribuciones son tan escasas que ellos implicaron, sobre todo, la creación de prebendas para los dirigentes políticos del interior y sus respectivas clientelas; peor aún, llegaron a convertirse en poco menos que cuevas de ladrones, según surge de la administración de los fondos del Fonacide y –últimamente– de los destinados a enfrentar la emergencia sanitaria. En algún caso, como el del Alto Paraguay, se suceden gobernadores colorados que, tras expoliar el departamento, pasan a ocupar una banca en la Cámara de Diputados, sin ser castigados ni por los electores ni por la Justicia, pues los gobernadores son protegidos por sus respectivos padrinos políticos. De esta forma, continúan apareciendo administraciones departamentales podridas, que se regodean con el dinero de Juan Pueblo.
El desmanejo impune en todo el país es atribuible no solo al clientelismo rampante, sino también a la ignorancia ciudadana en cuanto a las funciones del Gobierno departamental y a los recursos de que dispone. El común de los paraguayos desconoce que, entre otras cosas, tiene que elaborar y ejecutar programas en concordancia con el Plan Nacional de Desarrollo, coordinar la acción educativa y sanitaria con los organismos competentes, formular el Presupuesto a ser incluido en el nacional y organizar los servicios departamentales en materia de obras públicas y de provisión de electricidad, agua potable, transporte y demás, que afecten a más de un municipio del departamento. En gran medida, estos deberes y estas atribuciones solo existen sobre el papel, lo mismo que el Consejo de Desarrollo Departamental, un órgano consultivo integrado con representantes de las organizaciones sociales, culturales y económicas. En otras palabras, los Gobiernos departamentales se han revelado incapaces de promover el crecimiento económico, limitándose, en el mejor de los casos, a responder a las demandas sociales con el simple asistencialismo y a administrar el almuerzo o la merienda escolar, en absurda superposición con las municipalidades.
Por lo general, su actuación solo salta a la luz cuando estalla algún escándalo. Podrían hacer mucho más con sus ingresos regulares provenientes de las transferencias de royalties, de un porcentaje de los impuestos inmobiliario y al valor agregado, así como del canon de los juegos de azar instalados en el departamento; el de Concepción también recibe compensaciones de la Industria Nacional del Cemento, cuya planta está ubicada en Vallemí. Es cierto que estos Gobiernos carecen de competencias significativas, que no recaudan tributos propios y que, por tanto, dependen de las transferencias del Ministerio de Hacienda y de las municipalidades, que son montos bastante considerables. Con todo, podrían hacer mucho más que robar y remunerar a 17 gobernadores y a 185 concejales departamentales que deben reunirse al menos una vez por semana, a los que deben sumarse los funcionarios y contratados parasitarios. Así, por ejemplo, han surgido infinidad de “secretarías”, muchas de las cuales seguramente no saben qué hacer. Hay que satisfacer, pues, a la clientela.
Este aparato intermedio entre el Gobierno nacional y el municipal supone un grosero malgasto. Por citar algunos ejemplos, allí están gobernadores de todos los colores, especialmente colorados, a quienes se atribuyen supuestos daños al erario, como José Domingo Adorno (Alto Paraguay), Hugo Javier González (Central) y otros. Algo habrá que intentar desde los puntos de vista normativo y social para que las Gobernaciones dejen de perjudicar a la población: hoy por hoy, son un lastre insoportable. Como no se puede prescindir de ellas o modificar sus atribuciones, salvo una reforma constitucional, no queda otra sino continuar soportándolas. Pero sí existe algo importante que se puede hacer para que los gobernadores y sus allegados no sigan metiendo la mano en la lata en perjuicio de los contribuyentes: que la Justicia envíe a la cárcel a quienes aprovecharon esos cargos para robar, impunemente hasta ahora.