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Otro año llega a su fin y el sistema sanitario paraguayo sigue en estado crítico. Hizo falta una pandemia para que aumentara la cantidad de camas en unidades de terapia intensiva, y se reconociera –al menos de nombre– la importancia radical de los trabajadores sanitarios. Pero a la vez, la pandemia enmascaró y terminó por empeorar la situación de quienes viven con otras enfermedades, como el cáncer o las llamadas “enfermedades raras”, de difícil diagnóstico y costoso tratamiento.
Quienes las padecen se ven cada vez más desprotegidos, abandonados, porque el foco y los recursos no están puestos en ellos (nunca lo estuvieron). Sus casos no son fáciles, y al sufrimiento y la incertidumbre propios de una enfermedad grave se suma el dolor de no poder hacer frente a los gastos que conlleva el tratamiento, o de saberse una carga para la familia. Si no fuera por las redes solidarias y de cuidado que se tejen en las comunidades cuando un miembro se enferma, las consecuencias de la negligencia del Estado serían aún más graves. Muchos de ellos viven apenas gracias a las rifas y las colectas, no a la atención integral digna, más allá del esfuerzo profesional y científico.
Pero ya no podemos seguir así. Los enfermos y sus familiares no pueden continuar mendigando medicamentos, esperando meses el turno para un estudio que debieron hacerse ayer, o suspendiendo sus tratamientos porque no existen los insumos en los hospitales públicos. En Paraguay, la eutanasia no es legal. Pero que digan los trabajadores de la salud si no equivale a una eutanasia el dejar morir a un paciente, simplemente porque no tiene dinero para pagar su tratamiento.
Lo sabe bien el médico cuando debe darle de alta a un paciente y enviarlo a su casa con una lista de indicaciones en mano, que –entiende perfectamente– jamás podrá cumplir porque no tiene cómo hacerlo.
El asesino en este caso es un sistema indolente y negligente. Son los políticos corruptos que desvían los fondos para la salud, y sus cómplices a los que blanquean de un plumazo, aunque las pruebas abunden.
Aquí lo único que se termina es el año según el calendario gregoriano. Esas prácticas de corrupción, inutilidad y negligencia siguen plenamente vigentes.
A la cabeza de este despropósito, un menjunje de cuestiones dudosas e inutilidad, hay gente con nombre y apellido. El principal es el ministro de Salud, Julio Borba, y junto a él, todo su equipo de viceministros y directores, cada uno con su cuota de responsabilidad, sea por acción u omisión. Si no son capaces de romper los esquemas de corrupción y enfrentar la inercia de la mediocridad, pues que den un paso al costado.
Pero que el Ministerio de Salud pueda mejorar la calidad de la atención a la población que sufre diversas enfermedades depende también en parte de la responsabilidad individual. Eso se traduce en una sola palabra: vacunarse. Por supuesto, hablamos de la vacunación contra el covid-19.
En estos momentos da la impresión de que estamos saliendo del “ojo del huracán”, por usar una analogía meteorológica. Se trata de una zona de relativa tranquilidad en medio del fenómeno violento. Quienes están dentro creen que todo terminó, se sienten tranquilos, pero apenas están ante una calma pasajera. Pronto se reanudará la tempestad.
Las proyecciones y la baja tasa de vacunación anticipan una tercera ola de covid-19, cuyo pico –previsto inicialmente para febrero– se adelantaría para enero. Es otra debacle en ciernes que no hará sino agravar la ya penosa situación de quienes sufren otras dolencias, como las que mencionamos.
La Dra. Sandra Irala, directora de Vigilancia Sanitaria, informó sobre este pico para finales de enero, aunque estima que se tratará de una ola “menor que la anterior”, que llegó a causar 150 muertes diarias. Y el peligro otra vez está en el Alto Paraná, que tiene ya números elevados de casos confirmados.
Esta vez, la gran diferencia está en que quienes tienen su pauta de vacunación completa están más protegidos que aquellos que se niegan a vacunarse, cuando hoy el acceso a las vacunas es relativamente fácil, con puntos de vacunación varios e incluso campañas casa por casa.
El director del Programa Ampliado de Inmunizaciones (PAI), Dr. Héctor Castro, informó que los no vacunados tienen 22 veces más riesgo de perder la vida a causa del covid-19. Y las estadísticas muestran que las personas no vacunadas están sufriendo un ascenso en la mortalidad.
Quien no se vacuna no solo se pone en peligro a sí mismo y a sus seres queridos. También está causando un daño a toda la sociedad, porque de enfermarse requerirá atención y cuidados que el sistema podría estar destinando a un enfermo crónico o grave.
Es por ello que, así como exigimos al Ministerio de Salud que se ocupe de prevenir enfermedades a través de la atención temprana y el fomento de hábitos y alimentación saludable, y que trate y provea todo lo que estos tratamientos requieran, consideramos que quienes no se vacunan son corresponsables de la tragedia que es en general el sistema sanitario.