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El ministro del Interior, Arnaldo Giuzzio, hizo suyo, días pasados, el hueco pero recurrente discurso de la Policía Nacional y de muchos políticos prebendarios según el cual la delincuencia “callejera” es síntoma de un “problema social” cuyo deterioro, con el consecuente agravamiento de la criminalidad, anunció, completamente resignado.
El pasado 7 de setiembre, ya debido a la eclosión de hechos delictivos, desde aprietes en la vía pública a plena luz del día hasta violentos asaltos a centros de servicio y comercio, el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, había dado de 60 a 90 días de plazo a Giuzzio para enderezar la situación. El 7 de noviembre se cumplieron ya 60 días, pero si algo cambió fue para peor. La descomposición es pública, notoria, hiriente, intolerable.
Desde Itapúa en el Sur hasta Concepción en el Norte, desde Amambay en el Este hasta Boquerón en el Oeste, no hay rincón del país en el que la gente decente no viva con miedo si es que no sufrió ya algún tipo de violencia.
Costanera Norte es el oscuro testigo de que los delincuentes tienen impunidad garantizada, pues está sin luz desde hace ya mucho tiempo, sin que haya ningún detenido, ningún imputado, por el robo reiterado de sus instalaciones eléctricas. Estos días hasta se están llevando la verja del Jardín Botánico ante la misma complacencia de la Policía que permitió dejar negra la Costanera.
Las redes sociales están rebosantes de testimonios y videos que evidencian la tragedia. Uno, grabado estos días en la avenida Brasilia entre Mariscal López y España, muestra a pandillas de menores atracando a los automovilistas en los semáforos sin que se note a ningún agente de la comisaría sexta asomar en auxilio de los ciudadanos.
El microcentro de Asunción es de los puntos más castigados. Hasta los estudiantes son atacados por marginales motorizados, a plena luz del día. El colegio Cristo Rey incluso se vio obligado a hacer un llamado de atención a una sorda Policía. Por su parte, la gerente del histórico “Lido Bar” debió hacer público un penoso recuento de hechos delictivos cometidos por menores facinerosos ante las impávidas narices de una Policía indiferente para lograr una atención que debió ser automática y previa.
Motochorros envalentonados por la impunidad que les otorga la parálisis policial entran a los negocios de gente trabajadora a apoderarse de sus bienes, munidos de machetes o armas de fuego con los que ejercen indecible violencia contra personas abandonadas por la Policía.
Y, por supuesto, los sicarios matan donde y cuando quieren, pues saben que nadie los encontrará, en el dudoso caso de que los busquen.
El 5 de noviembre, el ministro Giuzzio declaró ante periodistas de ABC que dio órdenes para establecer presencia activa por cuadrantes a las fuerzas policiales, pero que “no estoy viendo eso”. ¡Caso que le hacen, por lo visto!
El ministro del Interior es el jefe constitucional de la Policía Nacional, según lo ordena el artículo 175 de la Constitución, y si no quiere cargar con la responsabilidad de este fracaso sin atenuantes de la seguridad pública, debe plantear lo que en democracia se denomina una “crisis de responsabilidades” para obligar a la Policía a asumir sus obligaciones, o debe renunciar para que alguien haga lo que él no quiere o no puede. Al no ejercer el liderazgo que le corresponde sobre la fuerza policial, esta queda a merced de los poderes fácticos que ahora la controlan.
La desesperante situación de inseguridad es agravada también por los hechos de extorsión que involucran a los propios uniformados, ya que hay hasta secuestros y aprietes a turistas realizados por agentes policiales, todo lo cual permite deducir que la inacción policial ante la zozobra ciudadana no es un accidente sino un modo de recaudación para corruptos criminales.
Hay que agregar que a esta situación calamitosa se suma la pusilanimidad de fiscales y jueces, también involucrados en el esfuerzo de destruir la convivencia ciudadana, al no atender los casos que le son presentados por la Policía con el rigor a que legítimamente autorizan las leyes, con la excusa, autocomplaciente, y demasiado oportuna para ser casualidad, de que son presionados por ONG que influyen en los procesos de nombramiento, promoción o remoción de magistrados y comisarios.
Giuzzio sabe todo esto, sin embargo, prefiere repetir el remanido argumento de los “problemas sociales” para justificar y disculpar la trágica y cómplice inacción de la Policía Nacional.
No es que no haya problemas sociales. Los hay, y graves. Pero ellos no relevan a la Policía de su obligación, también ordenada por el artículo 175 de la Constitución, de prevenir y reprimir la comisión de hechos punibles.
La Policía debe cumplir esa obligación taxativa. Otros institutos del Estado son los encargados de aliviar los problemas sociales. La Policía debe hacer su trabajo antes de que los motochorros, pirañitas, ladrones, asaltantes domiciliarios y de empresas, secuestradores y sicarios se adueñen definitivamente de nuestra sociedad. Lo grave del caso es que las actuales autoridades no dan señales de que van a cambiar la situación, pero Marito se empeña en sostenerlos.