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El sempiterno abandono de la salud pública lo pagamos con la vida de 16.000 personas, hasta ahora. Muchas murieron en camillas en los pasillos, sin haber llegado siquiera a acostarse en una cama de hospital, ni qué decir una bajo los cuidados intensivos que les urgía recibir. Murieron sofocados, sin oxígeno, sin medicamentos. Murieron porque no había ambulancias, porque no había suficiente personal para atenderlos, porque no se compraron a tiempo las vacunas, porque ni siquiera había suficiente capacidad de testear a los potenciales enfermos. No los mató el covid, los mataron la corrupción y el desdén de los sucesivos Gobiernos hacia la salud pública.
Presionado por la tragedia, las actuales autoridades decidieron enfocar buena parte de sus recursos a luchar contra la pandemia. Resultó que sí era posible mejorar los establecimientos sanitarios, destinarles más fondos, contar con más unidades de terapia intensiva en los hospitales. Sí se podía proveer medicamentos a los enfermos. Bastaba con decidirlo.
Mientras el sistema se derrumba, el ministro de Salud, Julio Borba, quien debería estar a la altura de la titánica lucha que le toca librar, elige ir a un acto político, el aniversario de la Asociación Nacional Republicana, en Ybycuí y mostrarse allí, con su camisa roja. Es una bofetada para el pueblo conocer cuáles son las prioridades de este ministro –y de otros de sus colegas–. Genera rabia saber que le parece más importante codearse con la crema y la nata de la corrupción, en un acto totalmente irrelevante para el país, que estar pensando en formas de salir de la desgracia en la que está sumido el sistema sanitario o cuando menos poniendo el hombro en los hospitales.
Y por si se le ocurriera poner de excusa... ya pasó el tiempo en que los funcionarios públicos cumplían un escueto horario de oficina y podían dedicar el resto del tiempo a la politiquería o directamente a sus chanchullos. Necesitamos funcionarios sensibles, empáticos, honestos y coherentes, comprometidos 100% con su misión y no con el chupamedierismo.
Ahora pareciera que estamos volviendo a la “normalidad” que fue la que nos puso en principio en estado catastrófico. Hablamos de esa “normalidad” mal entendida de hospitales en estado calamitoso, carentes hasta de lo más básico, como guantes o jeringas; de no brindar atención oportuna a los pacientes, de hacerlos esperar semanas y meses para acceder a un estudio especializado mientras sus cuadros se agravan, de no proveerles medicamentos. En fin, de no atender a sanos y enfermos oportunamente y con la dignidad que merece todo ser humano por el solo hecho de serlo.
Este destrato, que bien conocen los enfermos de cáncer que se tratan en el Incan por ejemplo, y en otras instituciones públicas de salud, es lamentable: miles de personas dejaron de recibir el tratamiento médico que sus cuadros requerían, o ni siquiera fueron a consultar por miedo a ir a los hospitales. Así fueron creciendo y agravándose otras enfermedades con menos prensa, pero igual de letales.
Ahora los hospitales, muchos desabastecidos y en condiciones que siguen siendo precarias, se vuelven a llenar de pacientes con diversas dolencias, prevenibles o no. Por eso las polladas, colectas y rifas para ayudar a enfermos y sus familiares, ante la defección del Estado. Si bien estas prácticas revelan un rasgo positivo de una sociedad solidaria y dispuesta a poner lo poco que tiene cuando de ayudar a amigos, familiares o hasta a desconocidos se trata, no pueden ser la vía de acceso a la salud.
Y esta nueva ola de saturación es una bandera roja que nos alerta acerca de que no hemos aprendido la dolorosa lección: priorizar lo importante, racionalizar recursos, en fin, poner la vida de las personas por encima de cualquier otra cosa. Especialmente si esa “otra cosa” es sobrefacturar, dilapidar, desviar fondos.
Todo el sistema sanitario está frágilmente ensamblado. Cualquier variable, un aumento de casos de dengue (esa epidemia que nunca se termina de ir), los accidentes cada vez más graves e insuflados en parte por el daño desestimado a la salud mental colectiva, y el crecimiento de las enfermedades crónicas por causa de la contaminación y los malos hábitos, pueden hacer que volvamos a los días más oscuros de principios de este año.
Nadie quiere eso, ni siquiera quienes lo propician con su negligencia o directamente con su actuar delictivo. La única diferencia es que en manos de las autoridades está el que se tome en serio el deber de que el Estado provea la atención sanitaria que el pueblo requiere. Desde lo más básico –que es la prevención– hasta los tratamientos más complejos y sofisticados, para no poner en bancarrota a las familias.