En vez de obligar a votar, eliminar a los sinvergüenzas de las listas

En su última sesión ordinaria, el Senado aprobó un proyecto de ley, presentado por Enrique Riera (ANR) y Abel González (PLRA), que impone una multa de 44.000 guaraníes a quienes incumplen, sin causa justificada, su deber constitucional de votar en los comicios municipales y generales. Mientras no sea abonada ante el Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE), el infractor no podrá realizar trámites ante varias instituciones. Se plantea la pregunta de por qué es tan baja la participación electoral. La respuesta no tiene que ver tanto con que, de hecho, el sufragio no es obligatorio ni con que en las zonas rurales los locales de votación no son muy accesibles. La cuestión de fondo es el descrédito de la casta política, signada por la corrupción, la ineptitud y la hipocresía: como no abundan los candidatos atractivos, mucha gente prefiere quedarse en casa y no pasar por idiota.

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En su última sesión ordinaria, el Senado aprobó un proyecto de ley, presentado por Enrique Riera (ANR) y Abel González (PLRA), que impone una multa de 44.000 guaraníes a quienes incumplen, sin causa justificada, su deber constitucional de votar en los comicios municipales y generales. Mientras no sea abonada ante el Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE), el infractor no podrá realizar trámites ante la Subsecretaría de Estado de Tributación, las direcciones generales de Registros Públicos, Catastro y Registro de Automotores, el Departamento de Identificaciones de la Policía Nacional –con excepción para cédula de identidad–, las gobernaciones y las municipalidades. Ya en 2016 se había promovido una iniciativa similar, que fue rechazada en la Cámara de Diputados, de modo que, hasta hoy, los ciudadanos remisos no han sido penalizados. Se alegaba, entre otras cosas, que no estaba previsto el organismo encargado de percibir la multa, omisión que esta vez fue subsanada. Si hubiera estado prevista una efectiva sanción pecuniaria por abstenerse de votar, el Estado habría recaudado una suma considerable tras las elecciones generales de 2018, ya que solo votó el 61,4% de los 4.260.816 inscritos, 7,2% menos que cinco años antes: esto significa que, en realidad, el presidente de la República fue elegido por una clara minoría de los empadronados.

Se plantea la pregunta de por qué es tan baja la participación electoral. La respuesta no tiene que ver tanto con que, de hecho, el sufragio no es obligatorio ni con que en las zonas rurales los locales de votación no son muy accesibles. La cuestión de fondo es el descrédito de la casta política, signada por la corrupción, la ineptitud y la hipocresía: como no abundan los candidatos atractivos, mucha gente prefiere quedarse en casa y no pasar por idiota. Sabe que, en teoría, la soberanía reside en el pueblo, pero también que la ejerce a través de unos representantes impresentables cooptados por los “caciques” que controlan los aparatos partidarios, sobre todo tratándose de cargos plurinominales, como los de legislador y concejal departamental o municipal: colgarse del saco de alguno de ellos y contribuir al financiamiento de la campaña electoral es el camino más breve para ocupar un escaño y desde allí hacer algo más que compensar los gastos: la politiquería, bien se sabe, es una actividad nefasta, pero puede ser muy rentable.

Por cierto, la “deserción” ciudadana sería aun mayor si el color y la polca no siguieran influyendo en los afiliados a los partidos tradicionales: sus capitostes saben tocar esa cuerda sentimental, apuntando al corazón de sus correligionarios, sin perjuicio de satisfacer también su estómago, en alguna medida. Conste que aumenta el desprestigio de las principales agrupaciones políticas, sin que sus máximos organismos parezcan advertirlo, y no se preocupan en depurar sus filas de quienes roban y dejan robar en la función pública, acaso porque también sus miembros tienen esos vicios.

Sin duda, una alta participación electoral refuerza la legitimidad de los representantes, pero este anhelo democrático no debería ser alcanzado mediante el temor a un castigo pecuniario o, dado el caso, al encierro en el país por la denegación del pasaporte. Es indigno votar solo para librarse de ciertas molestias más o menos graves. La participación ciudadana debe ser estimulada por la conducta intachable de los candidatos y por serios programas de Gobierno. Como estas condiciones brillan por su ausencia, los mandamases de la politiquería prefieren optar por lo más fácil para ellos: amenazar con sanciones para que su deslegitimación, provocada por la apatía o el repudio del electorado, no se acentúe aún más. El sistema democrático necesita que la gente concurra a las urnas con toda libertad, convencida de que las alternativas presentadas, tanto en lo que respecta a las propuestas como a las candidaturas, merecen su mejor atención. Solo el sufragio consciente y responsable, emitido por unos electores que no fueron impulsados por el miedo, dará a los elegidos la autoridad moral suficiente para sancionar o ejecutar leyes y ordenanzas.

Hay que votar con la cabeza erguida, sin dejarse amedrentar por quienes pretenden obtener por vía legislativa lo que sus desmanejos impiden: lo que deberían hacer, como “clase política”, es enmendarse cuanto antes. El “acarreo” ya no sirve, así que a quienes violan las leyes o permiten que sus allegados lo hagan, se les ha vuelto a ocurrir que sería bueno forzar la participación con una espada de Damocles. Resultaría patético que un Congreso, en el que hay muchos sinvergüenzas, sancione una ley para dificultar el boicot electoral, cada vez mayor debido a sus impudicias. Ya no hace falta dar nombres, pero sí reiterar que la multa y las penas subsidiarias previstas no les harán ganar la confianza de la ciudadanía defraudada por tantos escándalos de sus representantes. Uno de los últimos tiene como protagonista al concejal luqueño Óscar Rubén González Chaves, condenado a ochos años de prisión por enriquecimiento ilícito, declaración falsa y lavado de dinero: como el fallo aún no está firme y ejecutoriado, bien podría ser reelecto por su disciplinada clientela, pues no tendría la decencia de renunciar a su postulación. Es de suponer que habrá colorados que preferirán quedarse en sus casas. Este señor y su padre son la expresión más fiel de la podredumbre reinante entre quienes cada día degradan la democracia, también con la prepotencia que implica apelar a una ley para forzar voluntades.

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