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Se diría que el Paraguay está signado por la corrupción invencible, pese a que no le faltan órganos encargados de prevenirla o combatirla: hay una Contraloría General de la República, una Auditoría General del Poder Ejecutivo, una Auditoría interna en las entidades públicas, una Fiscalía de Delitos Económicos y Anticorrupción, una Dirección Nacional de Contrataciones Públicas (DNCP) y hasta una Secretaría Nacional Anticorrupción (SENA), dotados de recursos humanos y materiales suficientes para al menos tratar de atenuar ese flagelo. Por si fuera poco, tanto el Senado como la Cámara de Diputados tienen, respectivamente, una Comisión de Cuentas y Control de la Administración Financiera o de la Ejecución Presupuestaria. Tampoco faltan normativas especiales, como la ley que aprueba la convención de las Naciones Unidas contra la corrupción, la que castiga el enriquecimiento ilícito y el tráfico de influencias o la que prohíbe el nepotismo en la función pública. Por supuesto, se suceden las promesas rimbombantes de los gobernantes de turno, como la de “tolerancia cero contra la corrupción”, la de “cortar la mano a los corruptos” o la de “¡caiga quien caiga!”. Son muy frecuentes las reprimendas de la Iglesia católica y cotidianas las denuncias periodísticas o ciudadanas sobre delitos cometidos en el aparato estatal. Pero, nada, la corrupción sigue teniendo carta blanca en nuestro país.
En efecto, la podredumbre persiste hasta el punto de que se tiene la impresión de que el Paraguay está condenado a sufrir latrocinios de todo tipo, que casi siempre quedan impunes. Así como no solo hay una mera “sensación de inseguridad” –como se quiere hacer creer–, causada por la “mediatización” de hechos punibles violentos, tampoco la percepción de la corruptela, reflejada en los informes anuales de Transparencia Internacional, responde nada más que a apreciaciones subjetivas, influidas por la prensa, el clero o las organizaciones sociales y políticas. Es lo que surge de la nueva edición del Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción, dada a conocer recientemente por el Americas Society/Council of the Americas (Nueva York) y por la consultora Control Risk (Londres). El informe, que clasifica a los países según su eficacia para prevenir, detectar y castigar la corrupción, ubica al Paraguay en el puesto número 12 entre 15 países latinoamericanos, solo por encima de Guatemala, Bolivia y Venezuela. Esto significa que aquí la “impunidad continúa” sin cesar, mientras que Uruguay, Chile y Costa Rica están situados en el extremo superior de la escala.
En otros términos, el Paraguay “sigue siendo uno de los países con peor rendimiento”, lo que, más allá de la constatación de la calamidad, implica un llamado de atención sobre su persistencia, pese a los órganos competentes, a las leyes especiales, a las promesas conmovedoras, a las admoniciones severas y a las denuncias indignadas. Se plantea de inmediato la pregunta del por qué, a la que podrían darse variadas respuestas, si se excluyera que la corruptela es una fatalidad irremediable, a la que convendría resignarse. El informe referido no yerra al apuntar la duradera “politización de las instituciones judiciales”, esto es, a su dependencia del poder político, al que se puede agregar el poder económico. Mal se podría esperar que los sinvergüenzas sean punidos por unos jueces venales, que prevarican al mejor postor o según el padrinazgo político. Se trata del eterno problema de quién controla a los controladores, entre quienes también se incluyen a los agentes fiscales y los funcionarios de la Contraloría, de la DNCP, de las auditorías y de la Senac, así como los parlamentarios y concejales municipales y departamentales.
Y bien, estos señores deben ser controlados por sus eventuales víctimas: los habitantes de este país rutinariamente saqueado por malandrines instalados en el Presupuesto, que tienen buenos motivos para confiar en que sus fechorías queden sin el condigno castigo. Hay que poner bajo la lupa no solo a quienes administran el dinero público, sino también a todos los asalariados de los contribuyentes, sin olvidar nunca que suelen actuar en connivencia con particulares tan facinerosos como ellos. Es preciso exigir transparencia, porque el secretismo facilita el robo, y emplear el voto para empezar a depurar las instituciones –bien se puede comenzar ahora en las elecciones municipales–, sin dejarse embaucar por los anuncios grandilocuentes de los que mandan. No estaría mal, en fin, revivir las llamadas “contralorías ciudadanas” en cada municipio, atendiendo que la población puede ser la mejor defensora de sus propios intereses.
Es una vergüenza que este país siga distinguiéndose, en el contexto latinoamericano –e, incluso, mundial– por la corrupción desaforada y sempiterna. Ya que está visto que poco o nada se puede esperar de una Justicia sometida al padrinazgo político, de sus habitantes depende que no sigan siendo exprimidos por los canallas empotrados en el aparato estatal.