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“Un hombre fue asesinado esta lluviosa madrugada sobre la avenida Sacramento casi Capitán Lombardo, en inmediaciones del Hospital Central del Instituto de Previsión Social”. Así comienza una de las cada vez más numerosas crónicas policiales de ABC en los últimos días. Otra relata que “Tres delincuentes ingresaron al supermercado Santa Rita de Capiatá y se llevaron la recaudación del día más el arma del guardia de seguridad”. De hechos como estos están saturados los medios de comunicación desde hace algún tiempo.
Una tercera crónica de nuestro diario registra que “Desde hace varias semanas, comensales y dueños de locales gastronómicos vienen manifestando su inquietud ante la gran presencia de informales en varios puntos de la ciudad. Las quejas también van en contra del acecho de los cuidacoches. El director de Revitalización del Centro Histórico, Miguel Riego, dijo que esta situación ya fue comunicada varias veces y se hizo un pedido especial de refuerzo y apoyo a la Policía Nacional”.
Los temas están íntimamente relacionados. En 2012, Gumercindo Galeano, entonces “líder” de los cuidacoches, denunciaba que la Policía Nacional les cobraba coimas para permitirles su acción. La denuncia de Galeano fue consistente con el escándalo desatado en el Centro Paraguayo Japonés, cuyo comisario jurisdiccional fue procesado por recaudar mediante los cuidacoches.
Desde entonces, varios concejales municipales y varios abogados, cada uno por su lado, agregaron elementos sobre el contubernio entre la Policía y los cuidacoches.
En 1982, dos investigadores norteamericanos ensayaron una teoría sobre la criminalidad: James Q. Wilson y George L. Kelling, sus autores, la denominaron “teoría de las ventanas rotas”, y puede sintetizarse en la idea de que la “pequeña” delincuencia, la extorsión de los cuidacoches por ejemplo, conduce a la grande, y que previniendo la “pequeña” se aborta la grande.
Eso requería la llamada “tolerancia cero”, no tanto con los delincuentes, como con la corrupción policial. Tolerancia cero para los policías que medran con el delito.
La teoría fue puesta a prueba por William Bratton, comisionado de Policía de la ciudad de Nueva York, Estados Unidos, durante la administración del intendente Rudolph Giuliani, y los resultados le dieron aval.
Otra crónica policial local: “Un conductor de Uber, que fue retenido ayer durante un procedimiento policial, denunció que durante una intervención… fue despojado de dinero en efectivo y hasta le obligaron a empeñar su automóvil a cambio de no involucrarlo en tráfico de estupefacientes”.
El fiscal interviniente, Luis Trinidad, sugirió, según el afectado, que no denuncie el hecho, aunque el mismo se suma a secuestros realizados por policías en Caaguazú y en Ciudad del Este. O a la implantación de falsa evidencia para incriminar a los extorsionados en narcotráfico. Los casos están registrados, aunque la Policía Nacional pretende que no existen.
La Policía no solamente está involucrada directamente en la comisión de los más graves hechos punibles tipificados en nuestro Código Penal sino que delibera para resolver si cumple o no la ley en casos de invasiones de inmuebles ajenos, cierre de calles o rutas, ocupación y consecuente privatización de plazas de propiedad del pueblo.
Cientos de procesados con órdenes de detención se pasean libres y seguros a lo largo y a lo ancho del territorio nacional con el aval de la inacción policial. Dalia López debe estar erogando buen dinero para seguir libre y su caso es, simplemente, el más notorio de los numerosos casos de personas que son una amenaza a la seguridad pública a las que se protege alegando incapacidad.
La teoría de las ventanas rotas se confirma plenamente en nuestro país pero no en el modo que la probaron Bratton y Giuliani, combatiendo la corrupción, sino porque la corrupción ha convertido a los delincuentes en dueños y señores de las calles y los barrios de nuestras ciudades.
El Gobierno de Mario Abdo Benítez no quiere hacer nada al respecto, seguramente porque para él la corrupción policial es una especie de “precio de la paz”, ese mismo esquema que montó su admirado Alfredo Stroessner para contentar a los militares y que le sirvió bien para afianzar su poder al costo de convertir a nuestros generales en jefes del contrabando.
Lo prueba la actuación pusilánime del jefe constitucional de la Policía Nacional, el ministro del Interior, Arnaldo Giuzzio, que no se atreve a ordenar las medidas que son pertinentes, sino solo a “sugerir” un plan de seguridad pública que mueve a risa, sobre todo a los policías que medran con la inseguridad, pues la “sugerencia” confirma que nadie les molestará.
El Gobierno colorado, que ya ocasionó el fallecimiento de más de diez mil compatriotas por su incompetente gestión de la pandemia, es también responsable directo de la dramática impunidad de la delincuencia, lo que antes de mucho tiempo agregará a la catástrofe sanitaria otra de inseguridad.