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Una facultad esencial de los primeros Parlamentos fue la de autorizar al rey la percepción de tributos. Sus miembros solo representaban a los contribuyentes y, por tanto, intentaban defender sus bolsillos y limitar los gastos de la corona. Hasta el siglo XIX, el sufragio era “censitario”, así llamado porque para integrar el censo electoral había que reunir ciertos requisitos, como el de poseer inmuebles o gozar de un cierto nivel de ingresos. Valga como ejemplo que nuestra Constitución de 1844, reformada en 1856, disponía que los electores debían ser “propietarios”. La paulatina introducción del voto universal conllevó que los parlamentarios ya no solo expresaran los intereses de quienes aportaban al fisco, sino también, en principio, los de la generalidad de la población. La ampliación de la base electoral conllevó un aumento del gasto público y de la carga tributaria, evidenciado en el impuesto a la renta proporcional y progresivo: los representantes del pueblo ya no se ocuparon tanto de controlar el gasto público y de precautelar a los contribuyentes, sino más bien de aumentar las erogaciones “sociales”, imponiendo cargas tributarias más pesadas a los sectores de mayores ingresos o simplemente endeudando al país.
Los Gobiernos acompañaron gustosos ese proceso, que les permitía aumentar su influencia en la comunidad y, de paso, disfrazar el desempleo, engrosando el aparato estatal en los países subdesarrollados. Por eso mismo, es destacable el contundente dictamen que la Subsecretaría de Estado de Tributación (SET) emitió sobre el proyecto de ley, presentado por los senadores Hugo Richer (FG), Pedro Santacruz (PDP) y Víctor Ríos (PLRA), “que declara estado de emergencia educativa en todo el territorio nacional y crea la tasa extraordinaria a
las grandes fortunas”. La iniciativa de dichos legisladores “progresistas” parte del implícito supuesto de que es pecaminoso haber acumulado una gran fortuna, aunque ella sea el fruto del trabajo y de la inteligencia, y se hayan respetado todas las leyes.
En verdad, la “emergencia educativa” es permanente y tiene muy poca relación con la falta de dinero, sí, y mucha, con la corrupción y el despilfarro administrativo. No habría existido si en las últimas tres décadas se hubiera invertido correctamente al menos el 20% del total asignado a la Administración Central, es decir, el mínimo presupuestario que la Carta Magna destina a la educación. Ella dice que la igualdad es la base del tributo, con lo que se plantea la cuestión de por qué habría que gravar en especial las “grandes fortunas” si, como bien señala el dictamen de la SET, ya existe el impuesto a la renta, que recae sobre el incremento patrimonial de las personas físicas: la sola mención de una “tasa extraordinaria” a ser impuesta a ciertos contribuyentes ya revela que se pretende vulnerar el principio de igualdad. La alícuota del 1% al 5% afectaría a los patrimonios de un valor equivalente a 30.000 salarios mínimos para actividades no especificadas en la capital, en adelante, como si pudiera darse por cierto que siempre impliquen una gran capacidad contributiva, debido a una considerable liquidez; dado que la presunción es falsa, ese gravamen extraordinario puede resultar confiscatorio, en contra de una clara prohibición constitucional. Por lo demás, cabe preguntarse por qué habría que gravar extraordinariamente las “grandes fortunas” a partir de la suma mencionada y no ya las superiores a 15.000 salarios mínimos o solo las mayores a 60.000: se trata, como es obvio, de un “piso” arbitrario.
Las graves objeciones al proyecto de ley, suscritas por el viceministro Óscar Orué, concluyen con que el mismo es “complejo, difícil de entender y de cumplir”, esto es, se opone al espíritu de la Ley Nº 6380/19, que trata de la “modernización y simplificación del sistema tributario nacional”. Debe ser desechado por varios motivos, pero brinda la ocasión de insistir en que, en vez de aumentar la carga impositiva, lo que corresponde es ampliar notablemente la base tributaria combatiendo la enorme evasión fiscal, reducir los desmesurados gastos de personal de la administración pública y, desde luego, castigar con rigor a los ladrones allí empotrados. En este contexto, no resulta impertinente apuntar que uno de los proyectistas sigue siendo, a la vez, parlamentario y rector de la Universidad Nacional de Pilar, de modo que los contribuyentes le pagan cada mes una dieta y un sueldo, aparte de ciertos privilegios anexos.
Más que nunca, en las actuales circunstancias, invocar la educación para sacar dinero a los “ricos” es pura demagogia: solo sirve para ganarse un nombre como “defensor de los intereses populares”, aunque ello implique sacrificar la Constitución y el sentido común. Y lo que es peor, se aprovecha la dramática situación sanitaria para tratar de obtener réditos políticos mediante un engañabobos.