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El acceso al poder en el Paraguay está condicionado a varios factores desde hace décadas. La mayoría de ellos nada tiene que ver con la popularidad ni con la predisposición al bien común.
La maquinaria que permite ocupar cargos electivos de cualquier índole está dominada principalmente por los partidos políticos mayoritarios, mal llamados tradicionales. De tradición es muy poco lo que puede encontrarse en esas organizaciones que se han convertido en asociaciones para delinquir.
Ni el Partido Liberal ni el Colorado –como los más numerosos en afiliados– responden a tradiciones dignas de mencionar o decentes. Sus estructuras están cooptadas por sujetos impresentables con negros antecedentes que arman sus listas para cada elección interna o general de acuerdo a lo que puedan aportar económicamente los interesados. Lo que menos importa es si los futuros concejales, intendentes, diputados, senadores o presidentes tienen algo que aportar al país, o si están mínimamente preparados para comprender la tarea que les espera.
Los grandes números de afiliados son simplemente el reflejo del interés que tienen las masas, producto de las dádivas que distribuyen entre ellos los politicastros que fungen de líderes, y que en no pocos casos fueron afiliados sin saberlo. Vale decir, los denominados operadores (operan negocios, trafican influencias, se aprovechan de la necesidad del prójimo) son vulgares delincuentes que falsifican firmas y utilizan fotocopias de cédulas ajenas, sin su consentimiento, para engrosar las “filas” de su partido.
En las agrupaciones más pequeñas suceden cosas parecidas aunque con menos frecuencia y menos impacto por lo reducido de su caudal electoral. De hecho, aunque intenten en ciertos casos proponer cosas distintas o innovadoras, difícilmente tienen éxito pues no cuentan con las bancas necesarias y tampoco logran generar consensos o simpatía en la ciudadanía.
El derrumbe moral e institucional que vive nuestra república se debe en gran medida a estas máquinas electorales que llegan a los espacios de poder basadas en tráfico de intereses meramente crematísticos. Y es por ello que, cuando se presentan situaciones dramáticas para la población –inundaciones, pandemias, analfabetismo, etc.– no tienen la capacidad ni el interés de encontrar soluciones de fondo, salvo la del asistencialismo coyuntural con el exclusivo propósito de engrosar la clientela.
Esta realidad debe ser cambiada por las generaciones que no se insertan como sonámbulos a los partidos políticos, para darles una cara fresca a unas estructuras podridas. Habitualmente, los jóvenes de los partidos mayoritarios solo se diferencian de los eternos dirigentes en la edad cronológica, ya que su mentalidad torcida que busca ventajas a como dé lugar, es idéntica a la de los viejos caudillos, que les permiten recoger las migajas que caen de la mesa de los negociados, teniéndolos como aprendices de antivalores.
Solo si comprendemos que el sistema partidario excluyente y mezquino está agotado, podremos reformar nuestro país, con el objetivo de alcanzar espacios de poder para hacer el bien a la sociedad, sin importar qué afiliación presente como credencial, o qué polca escuche el compatriota.
La esperanza en una sociedad incluyente, moderna, con líderes verdaderos que aporten al desarrollo del Paraguay, adquirirá fuerza una vez que los viejos modelos de hacer política sean derrotados. Los caudillos, punteros, correlís, únicos líderes nos condujeron al abandono en que nos encontramos en educación, salud, seguridad, investigación científica, infraestructura, calidad de vida.
Los ciudadanos que realmente aman a su patria deben empezar a ocupar espacios de relevancia mediante una nueva forma de hacer política, con la convicción de construir un país serio, sin revanchas pero sin olvido, que recupere sus verdaderas tradiciones de honestidad, solidaridad, equidad y orgullo de pertenecer a esta nación. El Paraguay lo necesita, los paraguayos lo merecemos.