Se sigue robando a mansalva al amparo de la impunidad

La Contraloría General de la República recordó en su publicación anual Ñangareko, que entre finales de 2018 y octubre de 2020, el Estado sufrió un daño patrimonial de 408.616.556.832 guaraníes, que “de ser aplicados en áreas sensibles de la sociedad, redundarían en cambios trascendentales que permitan cubrir las necesidades insatisfechas de la ciudadanía con relación a obras de infraestructura y mejora de los servicios públicos de salud, educación y seguridad”. Resulta ilustrativo saber que, según la Contraloría, con las sumas sustraídas el año pasado se hubieran podido comprar 717 ambulancias, construir 1.396 espacios educativos para la primera infancia o proveer a la Policía Nacional de 32.707 motocicletas. Es decir, el latrocinio en gran escala, practicado por los delincuentes de la función pública, muchas veces con sus cómplices del sector privado, supone que la población quede privada de servicios esenciales.

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Apropiarse del dinero de todos no solo implica el enriquecimiento ilícito de los corruptos, sino también el deterioro de la calidad de vida de quienes lo solventan con el pago directo o indirecto de sus impuestos. Aunque se trate de una perogrullada, es plausible que la Contraloría General de la República lo haya recordado en su publicación anual Ñangareko, a través de un elocuente reporte coordinado por Graciela Reyes, directora general de Planificación e Informes. Allí se lee con estupor que entre finales de 2018 y octubre de 2020, el Estado sufrió un daño patrimonial de 408.616.556.832 guaraníes, que “de ser aplicados en áreas sensibles de la sociedad, redundarían en cambios trascendentales que permitan cubrir las necesidades insatisfechas de la ciudadanía con relación a obras de infraestructura y mejora de los servicios públicos de salud, educación y seguridad”.

Resulta ilustrativo saber que, según la Contraloría, con las sumas sustraídas el año pasado se hubieran podido comprar 717 ambulancias, construir 1.396 espacios educativos para la primera infancia o proveer a la Policía Nacional de 32.707 motocicletas. Es decir, el latrocinio en gran escala, practicado por los delincuentes de la función pública, muchas veces con sus cómplices del sector privado, supone que la población quede privada de servicios esenciales.

El peculado, el soborno o la sobrefacturación no perjudican solo al erario, sino también a personas de carne y hueso, que no pueden curarse, educarse o vivir seguras, porque unos malandrines se quedan con lo que pertenece a todos y que debe ser destinado a atender el bien común. Vale la pena señalarlo porque, en una cultura tan personalista como la nuestra, está muy difundida la creencia de que a nadie daña robar a esa abstracción llamada Estado, aunque también es cierto que si el Paraguay figura entre los países más corrompidos del mundo es porque así lo perciben sus propios habitantes, de acuerdo a la organización Transparencia Internacional, que en su último informe lo ubica a la altura de Guinea, Liberia, Birmania, de pésima fama.

El indignante hecho de que nuestro país goce de tan mala reputación no es atribuible a la falta de leyes o de órganos que deban cumplirlas y hacerlas cumplir, sino a la ineficacia, a la indolencia y a la corrupción, que también carcome a quienes deben prevenirla y reprimirla: el zorro no puede ser un buen guardián del gallinero, como habrán de constatarlo los evaluadores del Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica (Gafilat).

Aparte de la Contraloría, los contribuyentes solventan la Secretaría Nacional Anticorrupción, la Fiscalía de Delitos Económicos y Anticorrupción, la Secretaría de Prevención de Lavado de Dinero y Bienes (Seprelad), la Dirección Nacional de Contrataciones Públicas, la Procuraduría General de la República y –créase o no– hasta una Defensoría del Pueblo. A estas entidades deben sumarse la Auditoría General del Poder Ejecutivo y las Auditorías Internas de las diversas instituciones, incluidas las Municipalidades, las Gobernaciones y las empresas públicas. Por supuesto, también existen un Congreso y una judicatura, donde no es raro que se vendan votos o sentencias, se trafiquen influencias y se practique el nepotismo, entre otras fechorías.

Si se delinque febrilmente es porque reina la impunidad, pues los bandidos de guante blanco pueden confiar, razonablemente, en que no irán tras las rejas ni repararán el perjuicio causado a la sociedad. La experiencia –tan feliz para ellos– les enseña a no tomar en serio expresiones tales como “cortar la mano a los ladrones”, de Horacio Cartes, o “caiga quien caiga”, de Marito, a cuyos gobiernos precisamente afectan los descomunales robos a que alude el informe de la Contraloría. El reporte comentado solo descubre la punta de un enorme iceberg que puede hacer zozobrar al Estado, es decir, convertirlo en uno de esos “fallidos” y en una seria amenaza para otros países, sin olvidar que el contrabando, el tráfico de armas o el lavado de activos, tolerados por quienes deben combatirlos, no son la mejor manera de atraer inversiones lícitas.

Entre 2018 y 2020, la Contraloría presentó al Ministerio Público tres denuncias por daños patrimoniales al erario, así como 68 reportes de indicios de hechos punibles, para ser investigados por el Ministerio Público. No parece mucho, atendiendo la magnitud del saqueo. Con todo, es bueno saberlo en homenaje a la transparencia y para que la ciudadanía exija a la fiscala general del Estado, Sandra Quiñónez, que se muestre mucho más diligente a la hora de perseguir a los facinerosos, sin mirar a quién, incluyendo a los amigos del poder.

Ya es tiempo de barrer el estiércol, empezando por aprovechar los comicios municipales. Está en juego el bienestar de todos, miserablemente menoscabado por malhechores con cargos públicos, a menudo confabulados con particulares tan corrompidos como ellos.

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