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En el aparato estatal no solo se roba mucho, sino que también se derrocha a manos llenas, como si todas las necesidades públicas ya estuvieran satisfechas y los recursos disponibles fueran ilimitados. Incluso cuando no se incurre en actos de corrupción, se gasta más de lo indispensable para lograr un objetivo, vulnerando los principios de economía y eficiencia. Es lo que pasa cuando se emplean fondos para contratar servicios de catering, adquirir vehículos lujosos, financiar viajes inútiles o satisfacer el clientelismo incorporando personal superfluo. Para combatir el dispendio mediante la racionalización del gasto, no hace falta esperar la tan demorada reforma del Estado –que al parecer no llegará nunca–, pues la austeridad debería reflejarse cada año en el Presupuesto, aunque no exista una ley de responsabilidad fiscal que fije un tope para el déficit: ella debe ser siempre la regla en la inversión del dinero de todos, sin que sea necesario que se desate una pandemia para que surjan iniciativas en tal sentido.
Aparte de autorizar al Poder Ejecutivo a reasignar partidas presupuestarias al Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social (MSPBS), la ley que declaró en estado de emergencia a todo el país prohibió, con ciertas excepciones, la contratación de servicios de catering y la compra de equipos de transporte, entre otras medidas de racionalización. Por su parte, el senador Sergio Godoy (ANR, cartista) presentó un proyecto de ley que, entre otras cosas, prohibía compras innecesarias, limitaba el número de viajes al exterior y prohibía las bonificaciones a los funcionarios por multas, así como la publicidad estatal en medios de prensa privados; la Cámara Baja no quiso llegar tan lejos, así que la ley promulgada perdió bastante filo. La crisis sanitaria, que generó una económica y otra presupuestaria, con el consecuente endeudamiento, no parece haber impresionado a las entidades públicas, pues siguen operando como si nada especial hubiera acontecido, según se desprende de recientes despropósitos del Instituto de Previsión Social (IPS) y del Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC).
El primero adjudicó un contrato, por valor de casi 40.000 millones de guaraníes, para la compra de un sistema de gestión hospitalaria a ser destinado al hospital regional y a los centros asistenciales del Alto Paraná, al cabo de una licitación pública amañada y sin siquiera justificar su necesidad, según la Contraloría General de la República. No creyó oportuno reasignar sus partidas presupuestarias para atender el grave desafío planteado por el coronavirus, sino que actuó como si el país no enfrentara una catástrofe, es decir, hizo lo de siempre: ajustar un proceso licitatorio a la cara de un cliente, violando la ley. La intervención de la Dirección Nacional de Contrataciones Públicas, tras el escándalo generado, obligó a que la ejecución del contrato sea suspendida. Tras evaluar el desempeño del gerente de Salud, Vicente Ruiz, el presidente del Consejo de Administración del IPS, Andrés Gubetich, lo apartó del cargo. ¿Y la responsabilidad del propio titular del ente y de los consejeros? Como se dice en nuestro idioma nativo, “ipo’ihápente oso la piola (la piola se suelta en el lugar más débil). Una invitación para que todo siga igual en próximas licitaciones, como muestra la experiencia.
No ocurrió lo mismo en el caso de la aún inconclusa pasarela metálica “ñandutí”, como se la conoce, construida sobre la autopista Ñu Guasu, a un costo de 14.121 millones de guaraníes por la firma multifuncional Engineering SA, única oferente, mimada por el Gobierno de Marito y hoy destacada miembro de “la patria contratista”, que así crece antes que ser combatida. En efecto, bajo al actual Gobierno, ganó más de 50 licitaciones públicas. La ejecución del contrato, de cara a los Juegos Sudamericanos de 2022, se habría iniciado antes de que aparezca el coronavirus, pero tuvo una adenda en septiembre y otra en diciembre últimos, que aumentaron el costo en 1.683 millones de guaraníes. El MOPC tenía derecho a suspender, rescindir o modificar unilateralmente el contrato por razones de interés público, según el art. 55 de la Ley Nº 2051/03, pero dejó que la construcción de la obra continuara incluso a un mayor precio, como si el bien común no exigiera priorizar la atención sanitaria y el Poder Ejecutivo no pudiera redireccionar para el efecto los créditos presupuestarios. A Arnoldo Wiens le pareció más importante impulsar un adefesio “original y nacional”, según su ministerio, antes que liberar fondos para responder al estado de emergencia.
Resta la pregunta de si el Presidente de la República ordenó a las máximas autoridades de los órganos dependientes de él que, al menos en estos tiempos, eviten los gastos innecesarios: si lo hizo, es desobedecido; si no lo hizo, es cómplice del dispendio, porque la responsabilidad final por el malgasto es exclusivamente suya. Más allá de los números, es indignante que se siga despilfarrando mientras la sanidad está al borde del colapso.
Marito acaba de afirmar que cumple con todas sus promesas electorales. “Si una cosa que dije que iba a hacer por más difícil que sea, y hoy no está en proceso, renuncio mañana”, aseguró. Tiene la magnífica ocasión de hacerlo, pues una de sus promesas fue combatir la corrupción, pero, como se ve, ese flagelo goza de buena salud.