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El Paraguay es un cementerio de empresas públicas que han ido quebrando y desapareciendo por su ineficiencia, prebendarismo y corrupción, tras causar enormes “agujeros” a las arcas fiscales. Algunas son mantenidas para refugio de la clientela política, y otras siguen teniendo oficinas, sin prestar ningún servicio al país, como es el caso del Ferrocarril “Carlos Antonio López”. La Industria Nacional del Cemento (INC), que suele recibir considerables fondos supuestamente para su modernización, continúa con sus periódicos desperfectos y desabastecimientos, pese a que monopolizó la producción y la comercialización durante décadas. La Administración Paraguaya de Alcoholes (APAL), la Flota Mercante del Estado, la Corporación Paraguaya de Carnes (Copacar), y el mismo ferrocarril –que ahora existe solo en los papeles y con una partida de funcionarios que cobran sin hacer nada– son apenas algunos ejemplos del triste papel que cumple el Estado cuando incursiona en ámbitos que deberían ser explotados por el sector privado.
Dejamos para lo último mencionar a Líneas Aéreas Paraguayas (LAP), privatizada por chauchas y palitos, aunque no había otro camino, pues la empresa estaba quebrada por la corrupción y sus pésimas administraciones. Con su venta, el Estado dejó al menos de sufrir multimillonarias pérdidas cada año. Y bien, es precisamente a esta empresa de triste memoria la que el presidente Mario Abdo Benítez y sus colaboradores tienen ahora la “brillante” intención de dar nueva vida, cuando los esfuerzos de las autoridades deberían concentrarse en solucionar los graves problemas derivados de la pandemia del covid-19, y no en resucitar a un muerto.
En efecto, el presidente de la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil (Dinac), ingeniero Félix Kanazawa, anunció que el Gobierno pretende “reactivar” la fracasada empresa pública aérea, quizás asociada con algún capital privado que esté dispuesto a correr semejante riesgo. La cuestión sería definida mediante un “estudio de factibilidad poscovid”. Lo que ya parece claro es el desatino de intentar reavivar, de un modo u otro, esa compañía creada por el estronismo en 1963 y privatizada en 1994, año en que fue adquirida por un consorcio de capitales privados, que en 1996 se desprendió de ella en favor del grupo brasileño TAM.
Las auditorías practicadas poco después de la caída de la dictadura revelaron que LAP tenía nada menos que 1.170 empleados y que sus servicios empeoraban, lo que había quedado en evidencia, por ejemplo, en algunos percances ocurridos en 1989 y 1990: un desperfecto hidráulico hizo que uno de sus vetustos aviones saliera de la pista de aterrizaje del Aeropuerto Internacional Silvio Pettirossi, otro hizo escala en una capital africana equivocada y un tercero violó el espacio aéreo de Argelia, siendo forzado a descender por dos cazas de ese país. Así se entiende que en 1991, el entonces ministro de Defensa, general Ángel Souto Hernández, haya dicho que LAP debía ser privatizada para que sus vuelos no disminuyan, pues carecía de recursos para invertir en nuevas aeronaves: adeudaba hasta por el derecho de paso sobre el espacio aéreo de varios países y sus pérdidas eran cubiertas por el Estado, lo que es decir, por el contribuyente.
En verdad, nada nuevo bajo el sol, pues quien tenga alguna noción de cómo funcionan las empresas públicas de hoy, bien podrá imaginarse una línea aérea plagada de vicios, en cuyos aviones los jerarcas y sus familiares tenían pasajes gratis, y en cuyas oficinas vegetaban –como puede deducirse de su frondoso personal– amigos, parientes y hasta amantes. Solo falta que se reviva también la Flota Mercante del Estado, que servía para que los jerarcas de otrora se provean de bienes transoceánicos. Teniendo en cuenta esa experiencia, y viendo cómo operan aún hoy las empresas públicas, nada sugiere que si se restableciera la compañía aérea en cuestión, operaría en adelante sin los vicios ya conocidos, y que se resumen en la corrupción y el prebendarismo desbordados.
Se buscaría relanzarla al mercado aprovechando que la pandemia causará la quiebra de numerosas líneas aéreas y utilizando las rutas de conexión con Europa y Estados Unidos, que seguirían estando a nombre de LAP. Puede que ellas sean su mayor “capital” inicial, pero eso no excluye que la insensata idea exija una considerable inversión pública, incluso si se optara por la modalidad de empresa mixta. Ello supondría agravar el proceso de endeudamiento que empezó hace unos años y se aceleró con el estado de emergencia sanitaria. El país tiene hoy prioridades muy distintas y las seguirá teniendo cuando la pandemia haya dejado de constituir una amenaza tan seria a la salud pública. Como habrá que iniciar entonces una suerte de reconstrucción económica e ir devolviendo los préstamos obtenidos, sería un despropósito que el Estado asuma nuevos y gravosos compromisos financieros.
Aumentar la preocupante deuda pública actual de 10.871 millones de dólares, equivalente al 30,7% del Producto Interno Bruto, para que renazca una línea aérea que resultó un fiasco, implica una tremenda irresponsabilidad. Es muy raro que el Estado sea un buen empresario, incluso en otras tierras, por la simple razón de que su misión no es competir en el mercado. Más bien consiste en establecer claras reglas de juego para que compitan en él los agentes privados, generadores naturales de riqueza. Así, además, si fracasara la idea, las pérdidas no serían enjugadas con el dinero del contribuyente, sino con el de los propios inversionistas.
Sin duda alguna, la nueva versión de LAP pertenecerá de hecho a quienes la van a operar y no a los paraguayos en general, a quienes, eso sí, corresponderá el pago de las deudas. Si se llegara a concretar el engendro planeado, debe recordarse desde ya que en la Dinac las fechorías están a la orden del día, y que sus fuertes sindicatos responden a políticos. Mientras la empresa se desangra, nos venderán la idea de que la bandera paraguaya está nuevamente en el aire en todo el mundo, cuando que un avión operado por el sector privado también llevaría la misma bandera en sus aeronaves.
El Paraguay no necesita una línea aérea estatal, sino más y mejores escuelas, hospitales y rutas, entre otras obras de infraestructura que interesan al bien común. Su prestigio internacional no requiere que aviones con su bandera recorran los cielos, sino que sea un país en libertad, con funcionarios honestos y eficientes, en el que impere la igualdad ante la ley.
El expresidente Horacio Cartes anunció que no privatizaría ninguna empresa pública y cumplió con su deplorable promesa. Marito no se pronunció al respecto, pero tampoco dijo que levantaría a un muerto a costa de los contribuyentes.
No estaría mal que Marito y sus colaboradores pisen tierra, en vez de lanzarse a una aventura aérea que, con toda certeza, no tendrá un final feliz, sino que dará mayores quebrantos a quien debe financiarla, Juan Pueblo, quien con toda seguridad no tendrá recursos para pagar un vuelo a Europa o Estados Unidos.