Cargando...
El 31 de marzo, el Gobierno anunció formalmente su propósito de encarar una “Reforma estructural del Estado paraguayo”, con el fin de “achicar el aparato estatal, optimizando la inversión pública, eliminando gastos superfluos y nivelando los salarios del sector a la realidad”. Así lo dijo el vicepresidente de la República, Hugo Velázquez, a quien el jefe del Poder Ejecutivo encargó, en muy mala hora, liderar una iniciativa que tiene el comprensible apoyo de la sociedad civil y de la Iglesia Católica. También funge de vocero en la materia el ministro de Hacienda, Benigno López, preocupado porque la crisis económica, derivada de la sanitaria, supone una fuerte reducción de los ingresos fiscales, consumidos hoy en más de 78% por quienes ocupan 304.804 cargos presupuestados permanentes (burócratas, docentes, militares, personal de blanco, entre otros) y por unos 54.000 contratados en forma temporal, que, en realidad, vegetan en el Presupuesto. Se pretendería, pues, aumentar la recaudación y mejorar el gasto público, en el marco de una amplia gama de medidas sobre el servicio civil, la sanidad, la educación pública y los programas sociales, entre otras áreas de gran relevancia.
Como parte del ambicioso programa, que no consistiría solo en reducir el tamaño del aparato estatal, el Poder Ejecutivo presentó a la Comisión Bicameral de Reordenamiento del Estado, el 26 de mayo, un anteproyecto sobre “la carrera del servicio civil”, que está siendo “socializado” con empresarios, sindicalistas y funcionarios. El ministro de Hacienda espera que las propuestas, concebidas por la Secretaría de la Función Pública, ya estén reflejadas en el Presupuesto de 2021. Ellas apuntarían a que en el servicio civil imperen la competitividad y la meritocracia, para lo cual se reduciría el número de los cargos de confianza, es decir, el de aquellos que son de “libre disponibilidad” y no exigen un previo concurso público de oposición. Según el vicepresidente de la República, eso permitiría que los funcionarios hagan una “carrera administrativa”, como si ella ya no estuviera prevista en la actual Ley de la Función Pública, lo mismo que el ingreso según méritos y aptitudes. Como se ve, el problema no consiste en la falta de leyes, sino en los padrinos que obligan a eludir las mismas para asalariar a su clientela, a costa del contribuyente. No obstante, es claro que se precisa reformar la ley mencionada, entre otras cosas porque en varias entidades ella no rige en todo o en parte, debido a las acciones de inconstitucionalidad admitidas por la Corte Suprema de Justicia, la misma que también la impugnó, con el obvio resultado de que no impera en el Poder Judicial. Una verdadera farsa.
Como señalamos, el problema de fondo radica en que dicha ley es violada sistemáticamente cuando, por ejemplo, se contrata a personas físicas por razones ajenas a la atención de “necesidades temporales de excepcional importancia para la comunidad”. Anulando las contrataciones ilícitas y haciendo cumplir la ley vigente, el aparato estatal disminuiría en decenas de miles de “paracaidistas”. Así se achicaría mucho más que con la idea de que los tres asesores que hoy un legislador puede tener consigo, ya no sigan medrando en el Congreso si su “empleador” no es reelecto, algo que en su oportunidad enfatizó con orgullo precisamente Hugo Velázquez, quien instaló en la Vicepresidencia de la República a la exdiputada Olga Ferreira, a poco de no ser reelecta, para que desde allí se ocupe de los derechos humanos. Podrá sancionarse una normativa impecable, pero no servirá de nada mientras siga reinando el clientelismo político, que convierte al Estado en un empleador grande y generoso, aunque ello no suponga en modo alguno que vaya a prestar mejores servicios.
Si, según Benigno López, “el problema real no es la parte alta (de la escala salarial), sino los que ingresan y no trabajan”, surge de inmediato la pregunta acerca del motivo de su ingreso. La respuesta es que son patrocinados, en buena medida, por los mismos que habrán de ocuparse de reformar el Estado, o sea, por quienes podrían ignorar en la ley anual del Presupuesto, por ejemplo, una que prohíba cubrir las vacancias generadas por las jubilaciones. En efecto, mientras ciertas disposiciones esenciales no tengan un rango constitucional, las que vayan a adoptarse podrán ser dejadas de lado mediante otra ley que responda a la coyuntura. En tal sentido, es probable que el contubernio abdo-cartista conlleve más nombramientos y contrataciones, porque así lo exigiría una razón política que poco tendría que ver con el interés general o la gobernabilidad, y mucho con la compra de voluntades a costa del contribuyente.
Por lo demás, aparte de atacar el sobredimensionamiento del personal público, será necesario eliminar el grave problema de la superposición de funciones provocada por la multiplicación de órganos, que dificulta la coordinación de políticas públicas y diluye responsabilidades, haciendo que las autoridades “competentes” se laven las manos cuando surge algún problema.
Por de pronto, parece cierto que el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, tuvo una pésima idea al encomendar a Hugo Velázquez la promoción de la reforma del Estado. Quien, eludiendo las vías institucionales, promovió un Acta Bilateral nocivo para el país y arengó a funcionarios de la entidad binacional Itaipú antes de unas elecciones internas en Ciudad del Este, quien forjó una enorme fortuna a su paso por la función pública y tiene un ejército de familiares y allegados enchufados en el Presupuesto, carece de toda autoridad moral para hacer creíble el cumplimiento de tan difícil cometido.
Pese a todo, cabe instar a la ciudadanía a reclamar con firmeza y perseverancia una verdadera reforma del Estado, y a estar atenta a que el proyecto actual, cuyos objetivos anunciados son plausibles, no sea desvirtuado ni deje resquicios para que, una vez más, los “servidores públicos” resulten mejor servidos que quienes los sostienen con sus impuestos. Urge de verdad que el aparato estatal sea menos caro y más eficiente.