Apenas nos piden que nos quedemos en nuestras casas

En Italia, donde por desgracia el coronavirus covid-19 está causando estragos, se ha popularizado una muy pertinente reflexión: “a nuestros padres y abuelos les pidieron que fueran a la guerra, a nosotros apenas nos piden que nos quedemos en nuestras casas”. Los paraguayos también hemos sabido hacer enormes sacrificios por la Patria a lo largo de nuestra historia. Hoy el país nos llama a cada uno de nosotros a una nueva batalla y se nos pide nada más que eso: que en lo posible nos quedemos en nuestras casas. El nuevo coronavirus ha llegado no solo como una pandemia que hace temblar al mundo entero por sus consecuencias en la salud y en la economía. A nivel individual es también un desafío que pone a prueba la inteligencia y la moral de cada ser pensante, su egoísmo, su sentido del bien común y su comprensión de cómo funciona una sociedad, donde lo que uno hace tiene consecuencias en el resto de la población. Los Gobiernos de cada país están haciendo lo que consideran más importante para frenar la pandemia. En diferentes países están buscando una vacuna para prevenir el contagio. Pero cada persona común y corriente tiene una enorme responsabilidad y un deber moral que no puede eludir.

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En Italia, donde por desgracia el coronavirus covid-19 está causando estragos, se ha popularizado una muy pertinente reflexión: “a nuestros padres y abuelos les pidieron que fueran a la guerra, a nosotros apenas nos piden que nos quedemos en nuestras casas”. Los paraguayos también hemos sabido hacer enormes sacrificios por la Patria a lo largo de nuestra historia. Hoy el país nos llama a cada uno de nosotros a una nueva batalla y se nos pide nada más que eso: que en lo posible nos quedemos en nuestras casas.

El nuevo coronavirus ha llegado no solo como una pandemia que hace temblar al mundo entero por sus consecuencias en la salud y en la economía. A nivel individual es también un desafío que pone a prueba la inteligencia y la moral de cada ser pensante, su egoísmo, su sentido del bien común y su comprensión de cómo funciona una sociedad, donde lo que uno hace tiene consecuencias en el resto de la población.

El miércoles 11 de marzo el Gobierno tomó como drástica medida para frenar la propagación del covid-19 la prohibición de las aglomeraciones, lo cual implica la suspensión de las clases en escuelas, colegios y universidades; la clausura temporal de cines y teatros; que los partidos de fútbol se jueguen sin público, entre otras disposiciones.

Oficinas públicas, parques, gimnasios, bares y restaurantes, en mayor o menor grado, se han sumado a las medidas, cerrando sus puertas o extremando las acciones de cuidado comunitario. Muchas empresas han comenzado a implementar el teletrabajo, como una manera de reducir el número de personas en lugares cerrados y hay locales de atención al público que disminuyeron la cantidad de personas que pueden ocupar un espacio, por ejemplo, limitando las mesas en un restaurante y distanciando las que hay.

A todos quienes puedan se les pide una sola cosa: que se queden en sus casas, que reduzcan al mínimo sus movimientos e interacciones por un periodo limitado. Implica un sacrificio gigante, es verdad. Cientos de miles de personas dependen cada día de salir a la calle y ganarse el pan por cuenta propia. Incluso para quienes no tienen ese problema, ya sea porque tienen empleos seguros y asalariados o pueden “teletrabajar” desde su casa, es un escenario disruptivo en la rutina.

Pero, al mismo tiempo, esta es una oportunidad de oro para cohesionar a la familia, mantener conversaciones, jugar, ser creativos, ordenar la casa, cocinar juntos, enseñar y aprender. Lo importante es no salir de los núcleos familiares inmediatos e interactuar más allá de ellos solo lo imprescindible, por mucho que se ame y aprecie a los demás familiares y a los amigos.

Es importante que se entienda que estos son quince días de aislamiento social voluntario, no son quince días de vacaciones. No son quince días para hacer reuniones, asados, fiestas o ir a visitar al amigo, aunque solo se trate de uno. Lo que se intenta con esta medida es frenar la interacción humana y, con esto, impedir la propagación del virus. Cada vez que uno atraviesa el umbral de la puerta de su casa sin tener la verdadera necesidad de hacerlo está poniendo un obstáculo a ese plan gigante del que todos debemos ser parte.

Las estadísticas muestran que los más vulnerables ante el covid-19 son los ancianos. Esto significa que una persona joven y sana puede salir de su casa, mantener sus hábitos de interacción, y no tener síntomas de la enfermedad, o adquirirlos apenas en una forma leve o moderada. Pero, a la vez, podría llevar puertas adentro de su casa la enfermedad y transmitirla a su abuela, a su abuelo, o a una persona en su hogar que tenga una enfermedad de base y, por ende, sea mucho más susceptible a sufrir graves consecuencias, incluso la muerte. Puede que esa misma persona ni siquiera tenga en su núcleo familiar a ancianos o enfermos, pero tal vez sí los tenga el amigo a quien visitó, o el amigo de su amigo.

Este tipo de situaciones nos pone a prueba y también nos hace reconfigurar nuestras costumbres, a menudo para bien. Sería bueno que aprendamos a incorporar la higiene como hábito cotidiano; sería también bueno que sepamos respetar el cuerpo propio y ajeno, el uso del espacio personal. También estas crisis nos pueden hacer aprender solidaridad. Ojalá muchos hayamos entendido que no es necesario acumular provisiones, porque lo que uno junta hoy puede ser lo que le esté faltando a otro que realmente lo necesita. Y que incorporemos a nuestra vida cotidiana y a nuestro actuar la idea de que todos somos uno, que nada de lo que hacemos es estéril (para bien o para mal) y que la vida en sociedad implica también una moral autónoma que –más allá de decretos y planes gubernamentales– nos impulsa a hacer lo correcto.

Los gobiernos de cada país están haciendo lo que consideran más importante para frenar la pandemia. En diferentes países hay equipos de científicos buscando una vacuna para prevenir el contagio. Pero cada persona común y corriente tiene una enorme responsabilidad y un deber moral que no puede eludir. La acción de cada uno cuenta, y mucho.

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