Navidad Newton

El 4 de enero es el aniversario del nacimiento del gran físico, matemático y teólogo sir Isaac Newton. Sin embargo, por una especie de rito popular, la mayoría de la gente lo recuerda el 25 de diciembre, fecha correspondiente al entonces imperante calendario juliano. También lo saludaremos, por ende, en este mes.

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La antigua casa de labranza o granja –dos posibles traducciones del término inglés «farmstead»– de Woolsthorpe Manor, en el pueblo de Woolsthorpe-by-Colsterworth, en Lincolshire, fue el hogar natal de un científico que marcó el rumbo de la historia moderna. Muerto su padre pocos meses antes de que él naciera, y casada su madre en segundas nupcias cuando tenía tres años, el pequeño Isaac Newton se quedó solo con su abuela en la casa vacía, lo que, según suele decirse, impulsó su afición por leer y pensar. A los trece años fue enviado a una escuela cuyo director, impresionado por la inteligencia del jovenzuelo, se empeñó en hacer todo lo que estuviera a su alcance para que fuese a Cambridge; en efecto, Newton fue aceptado en el Trinity College, al que llegó en junio de 1661.

Cambridge no lo satisfacía; aún se enseñaban en sus aulas los postulados aristotélicos. Sí disfrutó del estudio de las matemáticas con el primer profesor de la cátedra Lucasiana, Isaac Barrow, que lo paseó por todas ellas, desde las clásicas de Euclides hasta las modernas de Descartes.

Sin embargo, a Newton también le interesaban los misterios de la voluntad, del color, de la memoria. Hizo experimentos para descubrir la incidencia de la voluntad en la visión. Una vez, miró fijamente al sol por horas, tras lo cual tuvo que, temporalmente ciego, guardar cama medio mes. En más feliz ocasión le reveló un prisma, descomponiendo un haz de luz blanca en los colores del arco iris, que la luz está hecha de los colores del Spectrum. Pink Floyd recordará esto en la tapa de Dark Side of the Moon.

Cuando la peste asolaba Cambridge, entre 1664 y 1666, Newton volvió por un tiempo a Woolthorpe Manor. Ahí desarrolló el cálculo integral, que llamó «de fluxiones» y que permite sumar magnitudes variables infinitamente pequeñas; en octubre de 1666, el joven Isaac publicó un tratado al respecto que reunía sus más recientes hallazgos: era ya, a los 24 años, un gigante de las matemáticas.

Su carrera académica fue meteórica. Para 1668, era Master of Arts y fellow del College, y en 1670 tenía la cátedra Lucasiana pues, deslumbrado por el joven fellow, Isaac Barrow dimitió a fin de que la ocupara, lo que le interesaba más que ocuparla él mismo. El noble Barrow, además, envió trabajos de Newton a círculos científicos de Londres y a la entonces recién establecida Royal Society. La teoría de la luz al comienzo fue recibida en esos círculos con hostilidad, por cierto, a causa de su mezcla de matemáticas y de observación, mezcla que, unida a la seguridad demostrada en las explicaciones, fue visto como arrogancia del joven autor.

Entre 1675 y 1685, la correspondencia de Newton con otros científicos fue especialmente intensa. A instancias de Robert Hooke, de la Royal Society, Newton empezó a pensar acerca de la causa del movimiento de los planetas en torno al Sol. La teoría más aceptada era la sugerida por Descartes: vórtices o remolinos del éter que rodea al Sol que empujan a los planetas en sus movimientos orbitales. Los cometas van en línea recta al Sol, pero su trayectoria se desvía, lo rodean y se alejan de él también en línea recta. ¿Por qué no caen en el Sol? Newton intuyó que el movimiento de los planetas y los cometas no era muy distinto. Ambos eran atraídos en línea recta por el Sol, pero su velocidad tangente a esa atracción los mantenía en órbitas elípticas. Sin esa fuerza de atracción en línea recta al Sol, los planetas saldrían disparados por su tangente, como cuando hacemos girar una piedra y soltamos la cuerda.

Con el cometa de 1680, astrónomos como John Flamsteed y Edmund Halley retomaron las especulaciones sobre la acción del Sol en los planetas. Pese a la condena sufrida por Galileo, el modelo heliocéntrico había ido imponiéndose sobre el geocéntrico. Mas por qué los planetas orbitaban en torno al Sol seguía siendo algo que los vórtices cartesianos solo resolvían en parte y para lo que muchos estaban buscando otras explicaciones, entre las que se barajaba la posibilidad de que el Sol ejerciera una fuerza central inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Gracias al cálculo integral, Newton probó que, con una fuerza así, las órbitas planetarias serían elípticas, como Kepler había dicho. Su atracción sobre los planetas no era una mágica propiedad del Sol: Newton propuso que su causa era la masa de los cuerpos y que, por ende, esa atracción se daba entre todos los astros: era la gravitación universal. Los cuerpos se atraen con una fuerza proporcional a sus masas y al cuadrado de la distancia que los separa. Por la gravitación universal giran los planetas en órbitas elípticas en torno al Sol, por la gravitación universal gira la luna en torno a la tierra, por la gravitación universal la piedra cae al piso.

En julio de 1687 Newton puso juntas todas esas ideas en los titánicos Principios Matemáticos de Filosofía Natural, es decir, los Philosophiæ naturalis principia mathematica, o, para los amigos, «los Principia», a secas, uno de los libros más influyentes de la historia de la ciencia. Pese a ello, Newton no vivía precisamente acosado por los paparazzi en Cambridge. Salía poco de su habitación, y, cuando salía, a menudo una idea inesperada e inspirada lo llevaba a correr de regreso a su mesa de trabajo. Sus clases eran tan aburridas que nadie iba a ellas, así que las dejaba, escritas, en la biblioteca, para no tener que hablar en un aula vacía. Pero, a pesar de todo eso, con los Principia ya no podía pasar desapercibido. En 1687 aceptó ser miembro del Parlamento a título de representante de la universidad; como tal, apoyó muy activamente la ley de libertad religiosa; no logró, pese a su ahínco, que tal libertad se extendiera a católicos y antitrinitarios, con lo que, como él era lo segundo, tuvo que seguir manteniendo ocultas sus creencias.

La discreta etapa de Cambridge terminó en 1696, cuando Newton aceptó ser director del Mint, la casa de la moneda de Inglaterra. En ese punto comenzó a experimentar un giro radical en su vida: en Londres fue muy distinta de lo que había sido en Cambridge. Fue nombrado Sir, y luego, en 1703, presidente de la Royal Society, puesto con el cual su genio se impuso sin pausa ni prisa y lo situó finalmente en la mente de todos como lo que en verdad era: el científico británico más brillante de su momento y tal vez el mayor de su siglo.

La Royal Society de Londres había sido fundada en 1660 por el rey Carlos II, a partir de ciertas reuniones informales, y a veces secretas, de algunos académicos de Oxford y de Londres. La idea de formar una asociación para poder debatir independientemente había sido adelantada ya por Francis Bacon cuando gente como Robert Boyle, Christopher Wren o Robert Hooke empezaron a reunirse: Boyle llamó a esta la Sociedad Invisible. La idea era tener reuniones independientes del poder religioso y del poder político. Cuando Carlos II decidió ponerla bajo el patrocinio de la corona, se comprometió a respetar esa independencia y preservarla. El lema de la Royal Society era «Nullius in Verba», pues nada sería aceptado como cierto meramente por ser afirmado, sino solo si era demostrado con hechos o con razonamientos.

No es seguro que el rigor y la transparencia anhelados se lograran en todos los desafíos que la Royal Society atravesó en su historia. Un episodio que despierta todavía sospechas de venalidad es la controversia sobre la prioridad del desarrollo del cálculo integral y diferencial con el gran Leibniz, que, afirmando que lo había descubierto antes que Newton, reclamó, en consecuencia, una rectificación pública de parte de su colega. La Royal Society convocó a un comité de expertos para que resolvieran el caso. Y fue entonces cuando la Royal Society, presidida en ese momento por el mismo sir Isaac, declaró oficial y solemnemente la prioridad de Newton en el desarrollo del cálculo integral.

La noche del 20 de marzo de 1727, tras varios meses de cólicos nefríticos, Isaac Newton murió en su casa de Kensington, en Londres. Fue enterrado con honores en la Abadía de Westminster, y en su tumba hay símbolos matemáticos, astronómicos y científicos, mezcla tan rica como su pensamiento, e igualmente difícil de encajar, por su complejidad, en los cómodos esquemas cientificistas –no científicos– que oponen tantos saberes presentados como mutuamente excluyentes.

Conviene recordar aquí que, hacia 1690, sir Isaac había retomado con ímpetu sus trabajos teológicos, movido por el afán de demostrar la falsedad del dogma trinitario. Para la visión popular y masiva que la inmensa mayoría de la gente tiene de la ciencia, debe ser algo desconcertante que un científico como Newton fuese creyente, y que se dedicase a la teología con tanta pasión y con tanto rigor como a la física.

Pero para sir Isaac Newton, que era extraordinariamente racional y extraordinariamente religioso, la fecha de su nacimiento, el día de Navidad de 1642, era una señal de que Dios esperaba de él que revelase a los hombres los secretos del mundo físico.

Aunque en nuestro calendario (hoy, el gregoriano) su cumpleaños es en realidad el 4 de enero (lo que pasa es que, en ese tiempo, regía el calendario juliano), siempre nos divierte mucho ver cómo miles de personas comienzan, una tras otra, todos los años, puntualmente y sin excepción, a felicitarse por el cumpleaños de Newton el día de Navidad, creyendo ingenuamente que en ello hay una especie de desafío a la religión en tanto opuesta a la ciencia. Créanme, no lo hay.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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